La resurrección no nos sienta bien. Al menos no a Borrell. Su muerte fue una pasión, pero su resurrección no parece gloriosa. Aquella victoria amarga en las primarias del PSOE en el año 2000 frente a Almunia, y su dimisión como candidato cuando sus colaboradores fueron imputados en el asunto de Hacienda Catalana, bajo su Ministerio, dio paso a su carrera europea como Presidente del Parlamento de Bruselas. Su regreso a la política, en los confusos días del asunto de la información privilegiada de Abengoa, tuvo un motivo oportunista, acompañando a Vargas Llosa en los días álgidos de la afirmación española frente al Procés.

Su posición en aquellos días fue dudosa. Luego, en el Gobierno Sánchez, no ha dejado de serlo. Su función allí era doble. Por una parte, dar garantías a los barones conservadores de que la posición de Sánchez sobre Cataluña no iría muy lejos. Por otra, neutralizar la internacionalización del Procés, que iban a promover los líderes catalanes en el extranjero, una vez que se sabía que no iban a ser extraditados a España. Borrell era el político de la vieja guardia socialista, cuya pensamiento es cercano al de Guerra o González, y que tenía que escoltar a Sánchez para que este no perdiera ni cediera.

Por mi parte, ya atisbé la catástrofe cuando Borrell nos recomendó a todos los españoles que leyésemos el libro de Roca Barea, Imperiofobia, el espolón de proa del populismo reaccionario españolista. Solemos creer que leer un libro, aunque solo sean las tapas, es un gesto menor. No es así. Se trata de un acto lleno de compromisos. Nuestra alma no es plastilina, y se deja moldear pocas veces. Leer un libro es compartir un espíritu y suele implicar, cuando es brutal, sentirse legitimado para ser brutales a nuestra manera. Y eso puede ser un proceso irreversible.

En el caso del libro de Roca Barea, para quien VOX, PP y C’s piden el Príncipe de Asturias, la pregunta que debemos hacernos es sencilla: ¿Qué se puede esperar de un libro que aviva en nosotros el espíritu clerical de querer llevar siempre razón? Me temo que no muy buenas consecuencias. Si el libro asegura con toda seriedad que Hernán Cortés llevó a las Indias la liberación y la emancipación para los indígenas y tacha de mito todos los fenómenos negativos que trajo consigo la expansión imperial española, es fácil que un tipo que comparte su espíritu se atreva a decir, como Borrell dijo en noviembre en la UCM, que Estados Unidos no tuvo problemas de integración porque «lo único que hicieron fue matar a cuatro indios».

Por supuesto, la Asociación de Indios Americanos respondió con firmeza y le recomendó que aprendiera un poco de historia. Yo sería mucho más humilde. Sólo le rogaría que no se instalara en el frío cinismo brutal que lo lleva a olvidarla. La imagen que desde hace ya algún tiempo proyecta Borrell sobre la opinión pública es la de alguien bastante pagado de su inteligencia. Debemos aceptar que esta imagen nos dice su verdad. Si es así, no es historia lo que tiene que aprender, sino sencillamente tener la decencia de no hacer como que la olvida.

Sin embargo, últimamente se ha disparado su escalada de arrogancia. Que tenga que ver o no con que haya sido nombrado candidato a las elecciones europeas, no lo sé. Los resucitados quieren vida eterna, no el eterno retorno. En todo caso, muy feliz no se le ve. Cuando esto pasa, todo empeora. Una multitud de síntomas nos inducen a creer que su Ministerio está fuera de control. Primero fue que no acompañase a los reyes a Argentina. La frase del discurso del rey atribuyendo a Argentina un «liderazgo en el índice de desarrollo humano en la región latinoamericana», no debía haberse pronunciado. Al menos no debe pronunciarse sin que México se haga notar. La prudencia en las relaciones internacionales es clave y España no debería ir por ahí atribuyendo liderazgos en América hispana. Nuestra tarea es colaborar con sobriedad con los gobiernos y con generosidad con los pueblos. Pero echarse en brazos de un hombre como Macri es un gesto torpe al que solo pueden inducir intereses cortoplacistas, que quieren obtener ventaja de un gobernante débil y despreciado.

Era previsible que México se hiciera notar. Aunque la carta de López Obrador estaba en poder del rey desde hacía un mes, el Ministerio Borrell, inspirado en el espíritu de Roca Barea, la despreció y la silenció. México la hizo estallar para oscurecer los brillos de los discursos oficiales en Córdoba (Argentina). Una forma sencilla de lograr significatividad es buscar las coincidencias temporales. Y si un ciudadano privado es capaz de ver esas cosas, cabe preguntarse a qué dedican el tiempo los analistas del palacio de Santa Cruz. México puede estar ahora más a la izquierda que Macri, pero aunque estuviera cerca de VOX, jamás olvidará que tiene 124 millones de habitantes, a los que hay que sumar casi cincuenta más al norte del Río Grande. Así que será muy difícil no reconocerle que es el país líder del mundo hispano, nos pongamos como nos pongamos.

La posición de un país posimperial como España siempre será difícil con sus antiguas colonias, y lo mejor es mantener una cooperación discreta y poco exultante, sin triunfalismos. Pero la situación se torna imposible si nos ven instalados en anhelos imperiofílicos. Borrell no parece el gobernante capaz de desprenderse de esos tics, ni parece comprender el daño que hace a la política internacional española. Y para colmo de males, crispado y sin reflejos, se somete a la entrevista de la Deutsche Welle, con un periodista serio e incisivo y en un programa que se llama precisamente Conflict Zone. Fue el día 21 de marzo, antes de que estallara lo de la carta de López Obrador. Sin embargo, la excepcionalidad de que un jefe de la diplomacia interrumpa una entrevista y amenace con hacerlo un par de veces más, no es algo que se pueda mantener en secreto entre la gente informada. ¿Ayudó esta improcedente actitud de abencerraje a que, tres o cuatro días después, 40 senadores franceses expusieran sus dudas sobre la justicia española y su inhumana práctica de mantener la prisión preventiva de años para personas que no han sido juzgadas? ¿Cómo no proyectar dudas sobre una democracia que mantiene esta anormalidad, por completo contraria a la presunción de inocencia?

Atónito asistí a las imágenes de la insufrible arrogancia de Borrell mientras Lucía Méndez las comentaba en 24 Horas de TVE. Lo más sensato que le escuché decir es que las preguntas del periodista alemán tenían respuestas bien fáciles y que no resultaba comprensible que un hombre de la talla intelectual de Borrell estuviera mentalmente colapsado y no pudiera responderlas con solvencia. Pero en lugar de hacer un análisis adecuado de la situación, Borrell, que manifestó estar seriamente contaminado del vicio de llevar siempre razón, sólo pudo asegurar que «bastante paciencia tuve». Olvida que un ministro de Asuntos Exteriores jamás tiene demasiada paciencia. Y luego, en una posición de conquistador dominado por el chulesco ademán imperial, se limitó a añadir que «A esta clase de personajes hay que pararles los pies».

En un libro que saldrá en mayo, en el que precisamente analizo las tesis de Roca Barea en esa biblia reaccionaria que es Imperiofobia, acabo de esta manera: «Así que al final solo puedo elevar mis oraciones para que algo no ocurra; a saber, que alguien con responsabilidades en nuestra política exterior tenga su cerebro contaminado por la bárbara mirada de ese libro». Me temo que la catástrofe apocalíptica ya se ha cumplido. Ahora solo falta que el buen Dios acorte los días del final. Para no darle demasiada satisfacción a Puigdemont.