El general Franco ejerció durante casi cuarenta años la dictadura totalitaria más larga y sangrienta de la historia de España. El primero de abril de 1964 aclaró a su ministro Manuel Fraga, organizador de los actos para conmemorar los «25 años de Paz» que eran «Veinticinco años de Victoria». Así lo dijo también en la entrevista concedida al ABC tras un solemne Te Deum en la Basílica del Valle de los Caídos, donde siguen, para escarnio y oprobio de la España democrática, los restos del dictador.

Franco, no en balde, era el invicto Caudillo y el Generalísimo de los ejércitos «nacionales» vencedores no solo de una guerra civil sino también de una «Cruzada», guerra de religión cuyo objetivo, amén de derrotar al ejército rojo del Frente Popular. Su misión consistía en llevar a cabo una limpieza política de oficiales, dirigentes de partidos y sindicatos, intelectuales, demócratas y otros afines que prestaban soporte a una fantástica «conspiración internacional judeo-masónica y comunista» infiltrada de ateos. La idea de la conspiración universal, de la existencia de «poderes ocultos» y «teorías disolventes» prestos a derribar la fe cristiana y romper la unidad de España, estuvo presente en todas las etapas de la vida del dictador que se adjudicó también el heroico título de «Centinela de Occidente», por considerarse, en su megalomanía parafascista, un adelantado de la lucha contra el comunismo.

Franco tuvo muy ocupados (entre 1964 y 1969) a los encargados de gestionar su inmortalidad, convencido como estaba de alcanzarla. La campaña programada le dio inmensa popularidad. Las exposiciones itinerantes a lo largo y ancho de toda España vendieron los logros del régimen, y a el dictador como inspirador y máximo hacedor de los mismos, así como garante supremo del bienestar y la seguridad de todos los españoles. Contribuyó a esa popularidad, el estreno de la película Franco, ese hombre, una hagiografía escrita por José María Sánchez Silva y dirigida por el falangista José Luis Sáenz de Heredia que, sin embargo, el dictador empedernido aficionado al cine acogió con petulante indiferencia.

Franco comunicó el final de aquella «guerra santa» que para el resto de españoles era simplemente civil o mejor in-civil (como reconoció Miguel de Unamuno), pero muy «nuestra» sobre todo para diferenciarla de la Segunda Guerra Mundial (tal y como recordó hace poco Santos Juliá), ofreciendo a los españoles el primeo de abril de 1939, una pieza magistral de literatura castrense: el último Parte oficial de guerra, dado por el bando nacional, cuyo texto decía así:

En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército rojo, han alcanzado las tropas Nacionales sus últimos objetivos militares.La guerra ha terminado.

Se conserva el original lleno de enmiendas y tachaduras€ hasta llegar al texto definitivo que sería pasado a limpio por el amanuense de turno para ser firmado de puño y letra por Franco. Y desde Burgos fue radiado a toda España con épico acento patriótico. 1939 fue consagrado como Año de la Victoria y tercer año triunfal€

Los partes de guerra republicanos habían cesado el 27 de marzo y en el mismo todo se limitaba a decir que «en el Frente de Extremadura el enemigo inició una nueva ofensiva en el sector de Toledo consiguiendo ocupar algunas de nuestras posiciones». De los demás sectores, pues, aquello de: «Sin noticias de interés». El mismo día, el parte nacional, consignaba las conquistas de Córdoba, Ciudad Real, Toledo, etcétera, informando de la detención de miles de prisioneros enemigos y grandes cantidades de armamento incautado. El 28 se anotaba la «liberación» de la capital de España de «la barbarie roja€» El 29 se daba cuenta de la ocupación de Cuenca, Guadalajara, Alcalá de Henares y la llegada al frente de Levante€ El 30 de marzo llegó la ocupación de València donde «las fuerzas españolas fueron recibidas con entusiasmo inenarrable€.» El último día, 31 de marzo, se ocupaban Almería, Murcia y la Base Naval de Cartagena€

Sin embargo, Franco mantuvo las sensaciones de guerra, más allá del engañoso Parte final a lo largo de buena parte de la posguerra. Ya en 1937 proclamó por decreto «El Estado de Guerra» que se mantuvo vigente hasta 1948, es decir hasta nueve años después de acabada oficialmente la contienda.

El recuerdo constante de los «caídos por Dios y por España» iniciado con el patético espectáculo del traslado de los restos de José Antonio Primo de Rivera, desde Alicante a El Escorial con parada y ceremonia político-fúnebre en varios pueblos; los anuales desfiles de la Victoria, las caminatas del Jefe del Estado bajo palio rodeado de militares y jerarquías eclesiales, las conmemoraciones del «Día del Caudillo», «18 de Julio», «la Fiesta de la Raza» o los «25 años de Paz»" y otras; las cruces negras ilustrando las paredes de todas las iglesias con los nombres de sus «caídos»; las estatuas y efigies del dictador repartidas por calles y plazas de la geografía nacional; la presencia de la guardia mora, el constante protagonismo de uniformes y sotanas en revistas y noticiarios y, en particular, en el NODO, documental obligatorio en los inicios de cada sesión de los cines€ buscaban aterrorizar a la población y crear la atmósfera viciada de que la guerra no había acabado del todo, de que se resistía a morir€