No hace tanto tiempo, la política universitaria se dirimía en largas asambleas. Como fumar no solo estaba permitido, sino que era, además, el distintivo de cierta clase de intelectualidad, las aulas se llenaban de una nube tan densa y tóxica que, unida a las horas acumuladas, producía un aturdimiento incompatible con el lúcido raciocinio. No acababa llevándose el gato al agua quien esgrimía los mejores argumentos o lo hacía con la más persuasiva oratoria, sino quien ostentaba mayor resistencia a la toxicidad del humo. Incapaces de respirar, los adversarios íbamos abandonando poco a poco el campo de batalla asambleario.

Algo así me ocurre ahora al observar la política profesional: la veo tan envuelta en una espesa nube de confusión e incertidumbre, que los deseos de mantener la cordura escoran mi atención hacia otra parte. Afortunadamente, política no es solo lo que hacen los políticos. Esa es la política profesional. Hay otra, la que hace la gente con su conducta, que es la que mejor puede cambiar las cosas como mejor merecen ser cambiadas: desde abajo.

Votar, voy a votar a la izquierda, por convicción, claro, pero también por temor a que el ascenso de la derecha traiga un recorte de libertades todavía mayor que éste que padecemos debido a la hipertrofia de la corrección política, tantas veces sacada de quicio y caricaturizada por la izquierda. Más importante que ese hecho coyuntural, al que me fuerza un pragmatismo en el que no acabo de creer del todo, considero sustancial hablar de lo sustancial, de lo que la gente hace, de la manera con que las personas se comportan en su vida y acciones. Esa es la política en la que creo.

Y ahí, en esa corta distancia, admiro a quienes no se arrodillan ante el Dios Dinero y aprecian todo lo bueno que, al margen de esa idolatría, nos da la vida de balde; a quienes no se engañan creyendo que el consumo (y en especial el de tecnología) conjura el miedo a la muerte mediante un simulacro de continua renovación y renacimiento; a quienes no sucumben ante los Ejércitos de Salvación que predican la moral universal, vengan de donde vengan; a quienes entienden que todos sus deseos personales no deben ser satisfechos; a quienes aprecian el silencio y prefieren callar en lugar de hacer ostentación de la ignorancia a gritos; a quienes templan la rapidez que nos arrastra con el aprecio de la lentitud y se entregan a los trabajos que germinan con el tiempo, como el arte o la educación; a quienes se niegan a ver la educación como un instrumento al servicio de la competitividad; a quienes no someten sus criterios de valoración a lo puramente cuantitativo y rentable a corto plazo; a quienes, más allá del mito del crecimiento obligatorio, cultivan la sostenibilidad, la contención, la simplificación voluntaria y hasta el decrecimiento; a quienes reconocen y admiten los aciertos del enemigo y los errores del amigo; a quienes gestionan la información con honestidad y, aunque casi sea la norma, no incurren en el sesgo, la calumnia y la difamación; a quienes respetan a la bicicletas cuando circulan en coche y tienen un trato exquisito con los coches cuando circulan en bicicleta.

Sé que estas propuestas (estas formas de resistencia) pueden parecer excesivamente radicales, pero descubro en ellas el mayor compromiso político, la mayor toma de partido de cualquier ser humano que, pese a todo, elige vivir en sociedad.