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¡¡¡Qué vergüenza (y con razón)!!!

Hace unas semanas, nos llegó una propuesta del colegio de los niños para donar juguetes a un hospital donde hay niños muy enfermitos, el único requisito era que fueran juguetes nuevos.

Lo vi como una doble oportunidad de realizar un acto generoso para niños que lo estaban pasando mal, y de vaciar un poco los armarios de juguetes de casa, que estaban a rebosar, y es algo que me genera cierto estrés. Me puse manos a la obra y seleccioné juguetes nuevos a los que los niños no habían prestado ninguna atención desde que se los regalaron, partiendo de la premisa de que no notarían su falta. No lo hice con ellos, mano a mano, lo que hubiera podido servir para enseñarles a ser generosos, ya que pensé que les entraría un repentino interés por dichos juguetes y mi objetivo de descarga de iría al traste. En las ocasiones en que les he pedido que aparten juguetes que ya no usan, el efecto siempre ha sido el de ponerse a jugar de nuevo con ellos, más que el de meterlos en bolsas para regalar.

Siguiendo con mi estrategia de ocultación, los metí en unas bolsas que cuidadosamente escondí hasta que las llevamos al colegio. Además, las entregamos un rato antes de recoger a los niños para evitar que vieran que entregábamos las bolsas y, movidos por la curiosidad, pudieran descubrir en el último momento lo que estábamos donando. Yo misma sentí cierta pena de donarlos, pero me dije que era por una buena causa y me recordé el exceso de juguetes que tenían mis hijos. Todo salió a la perfección y los niños no vieron nada, ¡estaba contenta!

Al día siguiente yo no recogí a mi hija en el colegio y, al llegar a casa, me la encontré hecha un mar de lágrimas. Me preguntó si había regalado juguetes que ella ni había estrenado y se fue directa al fondo del armario en el que yo creía que ella no era consciente de que habían estado las cajas de aquellos juguetes. Su llanto se intensificó aún más mientras me decía que, efectivamente, ¡eran sus juguetes porque ya no estaban en el armario!

Cuando terminó de chillar, le expliqué con mucha calma que había escogido aquellos juguetes porque eran nuevos y los niños enfermos necesitaban juguetes nuevos, y porque ellos no los usaban y, si algún día los querían, podríamos volver a comprarlos. Mi hijo mayor en seguida razonó sobre la necesidad de que los juguetes no contagiaran nada a los niños enfermos, pero mi hija, con gran desolación, solo me dijo: ¡¿y por qué no me lo dijiste?! Se sentía traicionada, y con razón.

Ante esa abrumadora pregunta, sólo pude decirle que me había equivocado al no decírselo y que le quería pedir perdón. Con tan solo seis años, estaba poniendo sobre la mesa, de forma muy dolorosa para mí, algo que yo trabajo a menudo con mis clientes, que es el coste que tiene evitar las conversaciones incómodas, normalmente muy superior al coste de tenerlas realmente.

Es posible que si hubiera sido transparente con ella, habría tenido que negociar alguna cuestión, pero ¿acaso no es lícito que ella tenga apego por SUS cosas (como yo lo tengo por las mías... y desde luego que lo tengo!)? Me salté a la torera el respeto, la comunicación y la confianza, ejercí un poder sobre ella (el que tengo como adulta y madre) que no quiero que le sirva de ejemplo en la vida (imponer el poder en lugar de negociar) para conseguir lo que se proponga. Me dio una gran lección y me mostró, con la naturalidad de los niños, cómo nos sentimos los seres humanos cuando se toman, sin escucharnos, decisiones sobre cuestiones en las que tenemos algo que decir.

Con esta vivencia a flor de piel, yo escojo tener mil conversaciones incómodas antes de volver a sentir una vergüenza tan profunda, ¡gracias, María!

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