Nietzsche decía que los templos antiguos fueron primero tumbas o derivaron de ellas. Sin embargo, las tumbas son un lugar paradójico: deben toda su importancia a que allí están los muertos, aunque es obvio que los muertos no están. Y, sin embargo, en ningún otro lugar es posible hallar su ausencia como allí. La tumba es la localización de una ausencia invencible e inolvidable. De ahí deriva su peculiar intensidad y por eso volvemos allí una y otra vez a (no) encontrar a los muertos.

Fue Adorno el que dijo que lo humano consiste en la presencia de lo ausente, y ciertamente, nunca antes de la existencia del hombre hubo en el universo ausencias. Incluso cabe decir que el hombre le abre al universo un espacio nuevo donde caben las ausencias. Eso es una tumba: el caber de la ausencia. La primera arquitectura y la existencia entera del hombre está cruzada de ese lamento y del pavor ante el inasequible poder de la muerte que ausenta lo que toca.

Procedan o no los templos de las tumbas, lo cierto es que los dioses antiguos estaban en sus templos como los muertos en sus tumbas: ausentes, y, sin embargo, con una ausencia que les hacía particularmente patentes. El templo es un recinto erigido que separa lo profano de lo consagrado, es decir, de lo dedicado a un dios cuya ausencia ahí es tan intensa que le hace patente. Por eso las gentes afluían hacia allí continuamente y por eso, recuerda Nietzsche, los primeros caminos pavimentados de Occidente fueron los que llevaban a los santuarios.

Cuando los romanos devastaron Jerusalén, sus legionarios se aprestaron a saquear el Templo donde esperaban encontrar lo más valioso del tesoro judío, pero al entrar en el sancta sanctorum y rasgar el velo que lo separaba, se sorprendieron porque allí no había nada: el vacío más completo. Y no era solo por la aversión judía a la idolatría de las imágenes, es que nada hace patente con más potencia el poder que la mera ausencia dando forma al lugar.

Seguramente, por eso la plaza de Tiananmén es un enorme páramo pavimentado: para representar el inmenso poder del estado comunista chino; una zona cero a priori. En cambio, el memorial del 11-S en Manhattan, un mirador perimetral sobre una oquedad excavada y vacía es, a mi juicio, una perfecta representación del monumento funerario reducido, eso sí, a la incapacidad contemporánea de construirlos: el vacío que dejaron edificios inexistentes cimentando de ausencia un memorial sin construir.

También los templos cristianos conservaron esa arqueología sepulcral localizando su construcción física y simbólica en referencia a los muertos. La basílica del Vaticano sobre la tumba de Pedro y la catedral de Santiago sobre los supuestos restos de Santiago atrajeron durante cientos y miles de años a peregrinos cuyos caminos vertebraron Europa. Pero se levantaban tan alto como lo mucho que querían decir sobre la muerte y, por tanto, sobre la vida. Ambos son solo dos muestras eminentes del común de los templos cristianos, todos los cuales guardan y custodian reliquias en sus altares.

Esa arqueología funeraria de los templos no es sólo un hecho físico, sino esencial, por así decir: en su sentido primero y antropológico la religión -del latín religare, mantener unido- es la vinculación sostenida por los vivos con sus difuntos. El otro mundo, el de los muertos, se tocaba con éste en las tumbas de los antepasados, cuya ausencia erigida en el túmulo se convertía, precisamente, en la prefiguración de un poder protector. Poder que pronto encarnaron los dioses patrones y fundadores con el surgimiento de las ciudades.

Sin embargo, el culto cristiano se dice justificado justamente por lo contrario, es decir, porque el sepulcro de Jesús está vacío y de ahí la crisis de fundamentación del templo antiguo. Por eso el templo de Jerusalén se destruiría, como en efecto ocurrió en el año 70 a manos romanas. Sobre esas ruinas, en tres días se reconstruiría un Templo nuevo, ya no segregado del mundo como el recinto de la ausencia, sino abierto por la presencia misma de Dios en el mundo. Desde entonces el templo y el mundo, lo sagrado y lo profano ya no se distinguen por oposición y no están separados sino el uno en el otro.

Eso es, me parece a mí, lo que estos días celebra toda la cristiandad católica: que Dios ya no está en sus templos ni en el mundo como los muertos en sus sepulturas, es decir, con su ausencia, sino por su presencia real, como la de los vivos, pues ha vencido a la muerte: Dios de vivos y no de muertos. Y así es, en efecto, como dice la teología católica que está Jesús en la Eucaristía: realmente presente.

Ciertamente, aun no ocurre como en las visiones de la ciudad celeste de san Juan, en la que no hay templos, pues el lugar mismo es la presencia divina. La presencia real de Dios en el mundo todavía queda tras el velo del templo y es misteriosa, pues la muerte sigue derribándolo todo y su reinado no parece abolido, sino glorificado con desgracias, maldades y desmanes sin fin y sin consuelo. Sin embargo, eso es precisamente lo que afirma la fe de la Iglesia: que, aunque no lo parezca, la muerte ya ha sido vencida y los muertos tras la muerte pueden tener vida.

Es tan increíble que a ningún creyente sensato le puede extrañar la incapacidad de otros para creerlo, ni que busquen explicación a la fe en psicopatologías de la credulidad o en supersticiones fraguadas por el miedo a la muerte. Es verdad que lo insólito es poder creerlo sin violentar la inteligencia, con una esperanza tan cierta y una alegría tan vertiginosa como aquella aguja de Notre Dame, recién caída pero edificada hace mil años por hombres con la misma alegría vertical.