Estos días me he acordado de la famosa promoción del Atlético de Madrid en la que un niño le preguntaba a su padre por qué eran del Atleti. Se refería, evidentemente a su papel de pupas, de eterno aspirante a algo, que no le impedía mantener su fidelidad. Algo así pasa con nuestro clima mediterráneo. Meses sin ver una gota, una lluvia decente, y todo puede cambiar en unas horas.

Nuestro clima es como el Monzón, pero no depende de unos meses de lluvia sino de unos días y horas. El último día de marzo una borrasca se encarga de arreglar un poco un trimestre desastroso. Luego llegan los días festivos de Semana Santa, en los que sector turístico se afana en lucir sus mejores galas meteorológicas y ganar un buen porcentaje del total anual, y una gota fría primaveral, que tampoco es tan rara, elige esos días para arreglar en todo o en parte todo el déficit acumulado. En esos días se disfrutan, además, varios días de actos al aire libre y muchos son aplazados o suspendidos por culpa del mal llamado mal tiempo. A su vez ha llovido más y de mejor forma en muchos de los sitios más habitualmente secos y algunos se quejan, a veces con razón, reclamando la lluvia que los modelos meteorológicos les habían prometido en su pueblo, aunque aún puedan producirse en las horas de temporal que resten hasta el lunes a mediodía.

Lo admito todo, lamento todas las molestias generadas, pero lo que no consiento es que estas maravillosas lluvias que llenan acuíferos y riegan campos y montes, en general muy bien caídas, sean catalogadas como el «peor temporal» en 50 años. Seguro que esa es la opinión de alguno de esos urbanitas que se han manifestado por el clima dentro de un postureo absurdo, porque los que verdaderamente aman la naturaleza saben que está lluvia ha sido un regalo y que no se pueden elegir fechas porque a saber cuándo hay otra oportunidad.