En los próximos años, un 46% de los puestos de trabajo, en los países avanzados, se verá afectado, más o menos intensamente, por los procesos de automatización; en España, la cifra alcanza al 52%. Así lo sostiene, al menos, la OCDE en su investigación sobre el futuro del empleo. No se trata de una broma. Esta organización no suele caracterizarse, precisamente, por el sentido del humor.

Por otra parte, el 90% de las actividades requerirá algún tipo de competencia digital. Países, instituciones, hogares, personas y máquinas, se hallan cada vez más conectados y dicha interconexión afecta a todas las dimensiones de la existencia. Vivimos en una sociedad digital y nuestra cultura es digital. ¿Se han producido en los últimos 20 años hechos de mayor trascendencia que estos? Creo que no.

Este es un asunto de primera relevancia para una campaña electoral, pero la impostura del neo-reaccionarismo ascendente arrastra los debates a una agenda tramposa.

Sabemos que digitalización y automatización son irreversibles y que seguirán ampliando su campo de acción, de manera que empleo y educación, movilidad y residencia, salud y bienestar, política y derechos, toda la vida social y humana (organización de la sociedad y desarrollo de los individuos) serán reconfigurados digitalmente.

En las últimas dos décadas, al tiempo que se difundían e intensificaban las tecnologías de la información, de la comunicación y de la organización, también se alertaba de la importancia de la brecha digital. Por tal se entendía, la distancia existente entre quienes tienen acceso a los ordenadores personales e Internet y quienes no lo tienen. La brecha se medía en términos de accesibilidad material.

Ahora bien, en los últimos diez años, la rápida difusión de los teléfonos inteligentes ha convertido la conectividad en un fenómeno general y ubicuo. En España, por ejemplo, el 86% de las personas utilizan Internet y el 98% de las viviendas disponen de teléfono móvil. Ciertamente, la edad (y otros factores de vulnerabilidad, como los bajos ingresos) actúa todavía como un factor de diferenciación, pues mientras el 96% de niños y niñas han utilizado Internet en los últimos tres meses, sólo lo ha hecho el 49% de las personas que tienen entre 65 y 74 años («fractura gris»). Pero esta fosa será colmatada muy pronto dada la pasión con la que las personas de edad avanzada acogen los nuevos medios y porque también está cambiando rápidamente el perfil social de las mismas.

Hay otras fracturas, ahora mismo, más graves, ya que disponer de un teléfono móvil y de acceso a Internet no garantiza una apropiación plena de sus potencialidades. Existen diferencias y distancias muy importantes en las experiencias digitales de quienes priman unos usos sobre otros: para la gran mayoría el entretenimiento y la comunicación entre próximos son más relevantes que otros usos profesionales, educativos, comerciales, políticos o cívicos.

Estas diferencias en las formas de apropiación (fracturas de segundo grado) dependen de la disparidad en habilidades informacionales y en competencias cognitivas de los individuos. Entre ellas, tienen especial importancia las estratégicas, es decir, las que determinan la capacidad de utilizar los contenidos de una manera proactiva, que aporte sentido al modo de vida y contribuya a la toma de decisiones. Pero estas competencias no se enseñan de manera directa y sistemática en la escuela y, por tanto, no existen vías de corrección de las desigualdades inscritas en la estructura misma de la sociedad.

El distinto equipamiento en tecnologías digitales que tienen las personas más su experiencia de navegación por Internet producen un nuevo tipo de capital, el digital. Y este a su vez contribuye a que se obtengan beneficios muy diversos tanto individual como colectivamente. Ejemplos de ello son las dispares capacidades para producir contenidos y aportarlos al universo digital; de participar en redes y organizaciones de vasto alcance; y de crear aplicaciones que transformen la vida cívica y la esfera pública. Aquí se hallan las fracturas de tercer grado.

Las desigualdades existentes influyen, condicionan y determinan, la experiencia digital y esta a su vez genera nuevas formas de desigualdad. La ausencia de políticas digitales supone, no sólo consolidar las desigualdades previas, sino legitimar las nuevas y, en consecuencia, potenciar más formas de exclusión. La agenda política no puede pasar de puntillas sobre esta cuestión.