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Hoy termina la Transición

Las elecciones de hoy suponen una inflexión en términos históricos. Hoy termina la Transición. No porque se haya liquidado el bipartidismo que, en realidad, solo se asentó a raíz de la victoria abrumadora del felipismo en el 82 tras el fallido golpe del 23 de febrero. Lo que hoy determina el final del ciclo que surgió con la Transición es la reformulación de un neofranquismo que niega el pensamiento políticamente correcto y declina el acuerdo sobre la visión del pasado de la dictadura y de los principios ideológicos que aquella hizo suyos.

Hubo otros intentos anteriores de reivindicar el franquismo, pero sin éxito. Lo que mucha gente presume que ocurrirá hoy -y los analistas demoscópicos son los primeros que lo afirman-, es el triunfo, en términos relativos, de la nueva extrema derecha que representa Vox. Su irrupción en el Congreso de los Diputados y en las Cortes Valencianas va a ser notable, desde luego muy superior a la representación que obtuvo el partido de los exministros franquistas que lideraba Manuel Fraga en las primeras elecciones democráticas: 10 diputados en 1977 y 16 en 1979. A eso se redujo la nostalgia política en aquel entonces.

Pero no todo en Vox es neofranquismo, dicen los analistas. Es posible. En cualquier caso, la comunión con Vox de muy diversas sensibilidades se produce como respuesta emocional al fracaso actual del proyecto moderno que había prometido bienestar para todos. Mientras la democracia liberal repartió con cierta equidad, los radicalismos permanecieron en la zona de sombra. Tanto los fascismos como las dictaduras estalinianas fueron apartados del pensamiento correcto y común. El relato, y el gran aparato de propaganda, apostó por la estabilidad y la moderación, sentimientos ampliamente mayoritarios durante décadas.

Vox ha quebrado ese consenso mental, el tabú. Pero no son los únicos. El fenómeno no es exclusivo de nuestro país. Como es bien sabido, por toda Europa e incluso por Estados Unidos se expande el llamado populismo, lo políticamente incorrecto, quebrando los pactos sociales tácitos que se produjeron en la posguerra. La convergencia entre las posiciones socialdemócratas, liberales y conservadoras de raíz cristiana era evidente desde hace años, tanto como la incapacidad de las últimas remesas de sus políticos para racionalizar las relaciones de los países ricos con los pobres o poner en orden a las multinacionales y a los mercados especulativos que dominan la economía de todos.

La consecuencia de todo ello es que cunde el desgobierno y ya no hay reparto equitativo. La gente está fastidiada por ello y los políticos optan por el camino fácil: enaltecer los peores instintos, subrayar las diferencias, construir enemistades€ Eso es populismo, y sobre él operan, aunque con matices, tanto los partidos radicales como las viejas formaciones más estables. Se hace difícil escapar a esa vorágine, que en cada país se disfraza de una narrativa distinta: en el Este como reacción rusófoba y anticomunista, en el Reino Unido como exaltación antieuropea, en Alemania y Escandinavia como pulsión racista, en Francia en clave de un nacionalismo chauvinista de tintes antisemitas y coloniales€ en Italia y en España dando respuesta a las tensiones territoriales en unos países construidos sobre una multiplicidad de culturas.

¿Y ahora qué? Tanto en Francia como en Alemania los grandes partidos han sido capaces de construir alianzas para detener el acceso a la gobernabilidad de los partidos radicalizados. Es verdad que en Francia la extrema derecha de Le Pen domina en once alcaldías y consiguió más de mil escaños de concejales en las últimas elecciones municipales, cuando venía de obtener solamente 60 en toda Francia. O que en Alemania la gran coalición (grosse koalition), hace perder votos tanto a la CDU como al SPD. Pero en ambos casos, el extremismo está lejos de acceder al poder de las instituciones vitales.

En España viajamos a años luz de tales planteamientos. Aquí nos mantenemos en frentismos ideológicos primarios, a un lado la derecha -los fachas-, y al otro la izquierda -los rojos-, un maniqueísmo de orígenes guerracivilistas que seguimos sin superar y que ha impedido alcanzar pactos mínimos de Estado durante años en cuestiones capitales como la educación, la organización territorial o la distribución de los recursos naturales. Una polarización que se reproduce, a su vez, entre nacionalistas y españolistas en dos regiones clave para el progreso del conjunto: Cataluña y el País Vasco.

Está por ver que los resultados de las elecciones de hoy deparen un escenario clarificador. Es posible que todo sea infinitamente más confuso, y que incluso estemos abocados a la repetición de los comicios. Y está por ver también si los jóvenes barbilampiños que lideran en la actualidad los grandes partidos nacionales van a ser capaces de conciliarse para ofrecer un horizonte de estabilidad al país. Tres de cada cuatro españoles estará por la labor si sus élites lo explican con seriedad. Y es lo que demandan los mercados, los empresarios y los inversionistas. Acuerdos para el futuro y no confrontaciones. Un parlamento español a cinco bandas de todos contra todos puede ser insufrible, y dudo que estemos preparados para eso.

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