Si echamos una ojeada a los programas de los partidos que hoy forman el gobierno de la Generalitat Valenciana vemos que, aunque sin demasiada convicción, el discurso sobre la protección del territorio y del medio ambiente asume la idea de que el Cambio Climático lo cambia todo.

Una cantidad considerable de nuevas leyes y planes autonómicos de la reciente etapa 2015-2019 contienen en sus preámbulos declaraciones en esa línea, intentando preservar lo que queda de nuestras costas, acabar con el urbanismo especulativo/expansivo, proteger espacios emblemáticos como la Huerta de València o favorecer la movilidad sostenible. Aplausos.

Cuando pasamos de la teoría a la práctica, ay, las viejas inercias se mantienen. En particular, cuando han de hacer frente a la potente maquinaria ministerial o a grandes inversores que siguen apostando por el ladrillo, el asfalto y el hormigón, como en los tiempos de las burbujas. O cuando se concretan los proyectos públicos, como en el caso del «Programa Uneix» de la Generalitat Valenciana.

Frente a importantes necesidades -de no muy alto coste- de nuestro sistema de transportes, o de decididas políticas públicas de vivienda, hemos visto avanzar proyectos expansivos (puertos, accesos viarios, pista de Silla, V-21, V-30, by-pass€) o los PAIs que hace poco criticábamos aquí mismo. O grandes complejos administrativos y de ocio, que generan enormes impactos ambientales y crean movilidad motorizada obligada. Puestos de trabajo, la economía€forzados argumentos sin fondo que exageran beneficios y ocultan o maquillan costes inasumibles.

Nuestras competencias estatutarias en ordenación del territorio están condicionadas por el fuerte impacto que tienen las inversiones del Estado, que esas sí, continúan ancladas, en la teoría y en la práctica, en el siglo XX. Son las infraestructuras de gran escala, antes mejor denominadas obras públicas. En este campo ha habido una asfixiante continuidad: identificar la cantidad con más progreso, en vez de buscar la eficiencia de las obras e instalaciones ya realizadas. El catálogo es extenso y evitamos recordarlo. En su momento ya calificamos esta tendencia, iniciada en los 80, como «El mito de las infraestructuras» un conjunto de tópicos y falsedades que intentan evitar el debate y la racionalidad.

Una equivocada apuesta por la modernidad nos llevó a construir la más potente red europea de alta velocidad€ y de más baja ocupación. Este gran agujero negro de nuestras inversiones todavía está activo, a pesar de las evidencias de que fue y sigue siendo una apuesta ruinosa, como reconocen -a buenas horas- tanto economistas expertos en transportes como los Tribunales de Cuentas. No fue una opción casual, hace poco se han destapado parcialmente las corruptelas y corrupciones en torno a la construcción de las nuevas líneas, y que explican en buena parte el interés en construir infraestructuras innecesarias. Cabe ahora mejorar en lo posible la rentabilidad social de todo ese gran «parque jurásico» de obras, impidiendo además que se privaticen a precio de gangas.

Ha habido otras víctimas de la apuesta por esa falsa modernidad. Recientemente, las movilizaciones de denuncia de la «España vaciada» reclamaban en algunos casos la mejora o la recuperación de líneas ferroviarias abandonadas, que son las que sirven a la población local. El AVE, por definición, va más rápido porque no para en los pueblos.

No era la única política posible. Otros países europeos de tamaño parecido al nuestro, Francia y Alemania, decidieron en los años 90 traspasar a las regiones una serie de líneas de ferrocarril que no tenían interés nacional, pero sí interés local, mejorándolas, y con transferencias presupuestarias para su actualización y explotación. Ahora esas líneas contribuyen a cohesionar el territorio, mantener una «equidad regional», y fijar la población en las comarcas de interior.

Una década después, bajo el gobierno conservador de Sarkozy, Francia avanzaba aún más con los acuerdos denominados Grenelle ambiental, entre administraciones, empresarios, sindicatos y sociedad civil, renunciando a la expansión de la red de autopistas y de TGV (Alta Velocidad ferroviaria), apostando por el refuerzo del ferrocarril tradicional, su modernización, y sobre todo su aprovechamiento más intensivo, con una mejor gestión.

Hay, además, otras infraestructuras blandas de mayor rentabilidad social y económica: la educación, la sanidad preventiva, la mejora ambiental, la racionalización del uso del agua (el recurso más crítico en el siglo XXI), o las redes verdes...

Sean cuales sean la coaliciones de gobierno que resulten de la doble elección del pasado 28 de abril, persiste el riesgo de que se siga esquilmando el territorio y enterrando dinero público en grandes obras sin interés real. Un terreno abonado, como sabemos, para el aumento del déficit público y la mecánica de la corrupción.