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Picatostes

A vueltas con el kitsch

Todos hablan de él, pero nadie sabe exactamente qué es» escribía Umberto Eco a propósito del kitsch. Hoy en día el término es de uso común e igual sirve para señalar un grupo de figuras de enanitos de terracota que la Torre de Pisa de alabastro o la figura-lámpara de la Virgen de Lourdes, por anotar tres ejemplos del kitsch más tradicional. O para catalogar la estética de una figurita de Lladró o un discurso de Albert Rivera, aunque aquí, mejor le encuadraría otra categoría- una especie de prima hermana-, lo cursi y la cursilería que en su momento teorizó Ramón Gómez de la Serna. Si hay que reconocer un talento -entre otros- es la falta de pudor verbal del secretario del partido ciudadano. Con ocasión de los recientes debates televisivos algunos de los momentos de sus intervenciones merecerían figurar en una antología o nuevo Tratado de lo Cursi para estudiantes de ciencias políticas y estética parlamentaria.

Como otros analistas del gusto, Umberto Eco puso el foco sobre esta categoría, el kitsch, en medio de las convulsiones estéticas de los años sesenta con el Arte Pop sacándole lustre a los anuncios publicitarios y latas de sopa. Otra observadora del gusto, Susan Sontag, hacía otro tanto con la categoría camp, si cabe, igual de escurridiza y pegajosa. Es bajo este prisma o categoría Camp que se revalorizan las estrellas del cine mudo, los musicales de Fred Astaire y Ginger Rogers, las figuras desmesuradas de Mae West y Jayne Mansfield o se revisa la preciosista puesta en escena de un director como Luchino Visconti, que adquiere nuevos reflejos equívocos bajo el telón Camp.

Para el escritor y sociólogo italiano Umberto Eco el kitsch, aquel «arte del mal gusto» en palabras de Gillo Dorfles, no residiría tanto en la propia obra u objeto como en la mirada del espectador. Es esta mirada fetichista a su juicio la que transforma un cuadro como La joven de perla de Vermeer o La Gioconda en objetos kitsch. El observador, el viajero o turista, que acude a la sala del Museo de Louvre, tratará de fotografiar el cuadro de Leonardo -aunque Internet esté lleno de magníficas imágenes de la obra- y poder exhibir a su regreso como trofeo la captura. Poco importa que, a solo unos metros del cuadro, en la misma sala, se puedan disfrutar de otras obras de arte que pasan invisibles a su visión.

La irrupción en nuestras vidas de las redes sociales ha supuesto nuevas dosis de oxigeno para el kitsch. Si todo el mundo puede ejercer de «creador artístico» gracias a su iphone, la mercancía cursi, melodramática, lacrimógena, pseudo vanguardista, etc., está al alcance y usufructo de todos, ya se trate de denunciar el cambio climático o de postales artísticas de los pueblos más bellos de la península. De todas formas, para nuestra tranquilidad, tampoco es cuestión de censurar o flagelar nuestra mirada por enternecerse ante la imagen de una cesta de gatitos jugueteando. Siempre podremos decir aquello: Es kitsch, pero me gusta. Y ya se sabe que, sobre gustos, como dice el refranero, no hay nada escrito.

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