«Ningú no sabrà si ara sou la imatge, l’ombra,/o la llum que fereix des del somni perdut,/o el gran defalliment d’aquest vent blau sense ones».

Maria Beneyto, Altra veu,1952

El blasquismo revive para quedarse. Para enfocar la figura de Blasco -entre mito y leyenda- se necesita conocimiento y perspectiva. A las puertas de la campaña electoral se ha firmado la paz entre Joan Ribó, alcalde de València y la Fundación Blasco Ibáñez, para gestionar su casa -ahora museo municipal sobre el escritor-, en la Malvarrosa. Hace años pasé por Menton para ver lo que quedaba de la última casa -Fontana Rosa-de Vicente Blasco Ibáñez, que murió afincado en los confines de la Costa Azul. Era un calco de la del Cabanyal. Hay abundante bibliografía sobre el literato valenciano más cosmopolita. Me quedo con dos libros interesantes sobre su obra y la significación de su figura: El tradicionalismo de un republicano-Vicente Blasco Ibáñez del maestro de periodistas, Martín Domínguez Barberá y València en les novel·les de Blasco Ibàñez. Proletariat i burgesia de Enric Sebastià, malogrado profesor de historia vinculado a dos catedráticos de excepción, Jordi Nadal y Joan Reglà.

Simbiosis. Martín Domínguez afirma que «Blasco abandonó primero València y luego España». Dato importante para entender dos cosas. Las disensiones entre los depositarios de la Fundación que lleva su nombre y los representantes democráticos de los valencianos. Y la explicación de por qué el Museo Sorolla está en lo que fue su casa de Madrid, gestionado por el Estado. Ambos fueron amigos y coincidentes en tanto que Joaquín Sorolla pintó el cartel de lanzamiento del diario El Pueblo, que fundó Blasco en 1894. Referente periodístico, político y activista en la València de la época. Ambos dejaron València. Sorolla fue a París, Roma, expuso en Londres en 1908, trabajó para la Hispanic Society of America de Nueva York y se instaló en Madrid. Blasco, librepensador y anticlerical, estuvo en la cárcel por republicano, exiliado en París, viajó por medio mundo y acabó sus días en Francia, donde recibió la Legión de Honor.

Cosmopolitas. Hay tensión en ambos, entre su arraigo valenciano, incuestionable y la deriva cosmopolita. Cada uno a su manera quiso ser ciudadano del mundo. Lo fueron, sin perder su identidad valenciana que les proporciona relieve y proyección. Lo mejor de Blasco son sus novelas valencianas y sus cuentos en valenciano. Donde brilla Sorolla es cuando pinta escenas, paisajes, marinas, retratos de su entorno. Lo que vive y conoce de primera mano. Cuando ves los cuadros de Blasco o de Teodor Llorente, podrías casi hablar con ellos. No pinta rasgos. Refleja personalidades. Las escenas de la playa o el mar en Xàbia o en la Malvarosa. Hay una relación de amor y distanciamiento en Blasco y en Sorolla para con su realidad doméstica, sus amigos, sus colegas. En Blasco, el de los claroscuros, más acusada. De sus inicios de agitación política a su final acomodado --económica, política y socialmente-- media un abismo. La añoranza por lo valenciano no la pierde pero se distancia. València se le queda pequeña. Sus restos, finalmente, descansan en el cementerio municipal. Polvo eres y en polvo te has de convertir.

Reinaixença. El País Valenciano es territorio de renaixença. Renaixença literaria a finales del siglo XIX en el entorno de Teodor Llorente -denostado y respetado por Blasco -y de Constantí Llombart -que tiene dedicada una calle cutre en València- más próximo al novelista revolucionario. En las primeras décadas del siglo XX -eclosión de la Exposición Regional de 1909-, cuando Blasco se desconecta, renaixença económica, hortofrutícola, arquitectónica de espléndido Modernismo en la ciudad -como se ha visto en la interensantísima exposición sobre el arquitecto municipal, Javier Goerlich en el Ayuntamiento de València- Renaixença política, cultural, vital, industrial o ferial, coincidente con el fin de la dictadura y la Transición democrática. Vicente Blasco Ibáñez impregna la atmósfera valenciana, que lo ignora y lo intuye. Descendiente de aragoneses, testigo realista de la sociedad valenciana, apóstol de los principios de la Revolución Francesa. Defensor de la apertura a Europa y al mundo. València sin Blasco, sin Sorolla, no se entiende.

Semidios. Blasco Ibáñez permaneció proscrito durante la tenebrosa posguerra (1939-1975). Para los que tenían memoria y para los que no superaron el rencor, Blasco «era un semidios o un diablo», dice Martín Domínguez. Estamos entre dos etapas de la última Renaixença valenciana que comenzó con el vuelco electoral de mayo- 2015 y los pactos del Botànic para la Generalitat y de la Nau en el Ayuntamiento de València. De signo político y penuria económica. La derecha autóctona ha encajado un revés al ser incapaz de recuperar el poder hegemónico que perdió en 2015. Los grupos de presión económica y confesional todavía no han digerido los resultados de las últimas elecciones generales y autonómicas. La autonomía política reúne las condiciones para que se revalide la Renaixença de 2019. Blasco es referente y oportuno punto de partida. Si se hacen las cosas bien.

Todo inútil, si no es posible un proyecto de País Valenciano que acompase la política, con la economía, la recuperación del empleo, el orden empresarial, la cultura, la financiación justa, la reindustrialización o el progreso social. Los valencianos podrían incrementar su frustración como pueblo. Si no encuentra las condiciones objetivas para incorporarse al mundo actual de forma avanzada y estable. Hacia la modernidad. En condiciones para equipararse a las medias españolas y europeas. Así se alcanzan estabilidad y futuro.