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Inteligencia estomacal

Se considera «inteligencia estomacal» al complejo trabajo informativo y de control que ejerce nuestro tubo digestivo sobre nuestro humor y nuestros apetitos. Como la lengua de Japón sintetiza, muchas de las expresiones que describen los estados de ánimo allá están relacionadas con el estómago. Se asemejan a nuestro me dolía el estómago -de tanto reír- pero aún más a que percibamos algo espiritual como es la angustia a través de este órgano. Para los japoneses el hara es el centro del ser humano, tanto en el equilibrio físico como en el mental. Por eso un vientre puede definir a alguien apresurado o a alguien que se ha hecho su propio vientre y toma las decisiones de manera apropiada y con calma.

Además de no sintetizar ni bajo el agua, los españoles tenemos un concepto de la espiritualidad tan remoto como el del Sancho Panza de Cervantes. Aunque desconocemos la red de neuronas que recubren nuestro sistema digestivo, porque aquí estas cosas no se estudian, no se nos escapa empíricamente que existe una íntima relación entre estómago y felicidad. Así en España hemos conseguido en los últimos años hacer del imprescindible evento diario de la alimentación un arte. «¡Qué bien!» dirán algunos, «¡Qué interesante». Pues no. Comer es una necesidad, pero hacerlo de una manera inteligente, desdeñando los dictados del animal que llevamos dentro, es abocarnos al fracaso como especie terrenal. Esto es algo que se pudo hacer en el siglo XIX, cuando el hombre todavía tenía una relación estrecha con el medio rural y dependía de él, y de hecho se hizo en Francia, coincidiendo con los años de la intelectualidad de antes de la Gran Guerra. Pero en el siglo XXI, donde podemos comer proteína de cucaracha con sabor a jamón de Trévelez, pretender que la alta gastronomía o la buena alimentación se pueden convertir en una cuestión al alcance de todos es tanto como ignorar que la Tierra ha crecido hasta que la relación entre la Naturaleza y nosotros se ha corrompido para siempre. Podrán comer exquisiteces la persona aislada del mundo con su huerta y corral y el millonario que pueda pagarle por sus productos; pero eso de que pueda hacerlo usted sólo porque se ha leído un libro sobre cómo hacer un huerto urbano, es imposible. En muchas personas de hoy en día parece que el pequeño cerebro de estómago manda sobre el cerebro de la cabeza por la cantidad de tonterías que dicen a menudo. Da la impresión de que se las dicta la grelina en vez de provenir de la masa encefálica. Fíjense en lo fácil que ha resultado conseguir que la gente crea que la alimentación ecológica, bio u orgánica es la alimentación natural, buena, de siempre, en contraposición a una alimentación antinatural proveniente de influencias demoníacas químicas conservantes y fertilizantes. Sepan que esta es una vieja idea recuperada en los años sesenta: se basa en el pánico contracultural hippy a que la ciencia ya no sea una solución buena a los problemas colectivos, sino una siniestra manipulación obedeciendo a intereses de las grandes compañías involucradas en un poder público corrupto, en el que no se puede confiar porque busca controlar nuestras mentes. Estas viejas ideas encontraron inesperadamente apoyo en un grupo de economistas de derechas inspirados en las ideas egoístas de Friedich Hayek y llegaron a España de manos de personas de alto poder adquisitivo que tan solo tuvieron que copiar e inspirar ideas paranoicas acerca de los pesticidas y la alimentación industrial. Personas que ya se habían metido en el sistema público para vaciarlo de contenido y de fondos económicos, aprovechando sus influencias y la bondad del sistema democrático. No en vano, la primera tienda de alimentación «natural» que yo recuerdo no se abrió en el pequeño barrio de jóvenes intelectuales de Benimaclet sino en la calle Isabel la Católica, a medio camino entre el Corte Inglés y la cafetería Aquarium. De repente, todos los hijos de las buenas familias que habían estudiado economía en el extranjero regresaron trayendo ideas románticas exclusivas, ligeramente más caras pero siempre mejores: cervezas artesanales, diseños como de nuestras abuelas, productos biológicos sin pesticidas, conservantes ni edulcorantes. Por supuesto, su conocimiento del mundo artesanal viene de un antepasado o de sus estudios universitarios. A ninguno de ellos le interesa recuperar el viejo arte de la forja o la pesca al ratll. Sólo son válidas ideas de productos que ya tienen salida de ventas y que se pueden vender a través de representantes y medios de comunicación. Es de este modo como el mundo rural se ha convertido en mercado y en un patio de recreo urbanita. Ejemplo de ello ha sido recientemente, el ayuntamiento de Cangas de Onís ha admitido la queja de un hotel rural que elevó una queja porque las gallinas del granjero vecino espantaban a los clientes con su constante cacareo. En un video que se ha hecho viral, un ganadero youtuber exclama «¿Para qué venís a un pueblo a hacer turismo rural, y encima lo llamáis rural? ¿A qué venís?» La respuesta es obvia: a disfrutar del mundo rural, que para algo lo hemos inventado nosotros y funciona mejor que el tuyo aunque sea auténtico. O como me dijo un joven cocinero en una ocasión "Ma agüela era analfabeta, però tota una gourmet". Pues eso. Que para ser gourmet no hace falta ni saber leer.

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