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La vida está en otra parte

Enfrente de mi mesa, se sienta una familia. Una madre interesante, un padre atractivo y unos niños de revista. Dos bombones de pelo rubio ondulado, algún tirabuzón perdido y pecas. Una familia Pin y Pon, casi perfecta. Casi. Él no sabe que ella está hasta las narices de su trabajo y que ha recibido una oferta para cambiar de empresa. Ella no tiene ni idea de que él ha vuelto a flirtear con el juego y se pasa varias horas curioseando plataformas de apuestas deportivas. Los niños son tranquilos. Sus padres están convencidos de que disfrutan con el baloncesto, pero la realidad es que no lo soportan y preferirían ir a vóley o apuntarse a clases de piano.

Tres mesas más allá, dos amigas toman cañas. Una de ellas acaba de decirle a la otra que deja la carrera, a pesar de estar acabando Derecho. Quiere estudiar Filología; de hecho, siempre quiso hacerlo, pero su entorno trató de condicionarla con eso de que «si estudias filología deberás conformarte con ser profesora». Es una lástima porque, si la otra amiga estuviera realmente atenta, se daría cuenta de que no es solo una crisis vocacional. Basta una mirada para ver que llora con demasiada facilidad y que lleva semanas durmiendo poco porque han vuelto las crisis de ansiedad. Claro, para darse cuenta de esto, hay que prestar atención. En la acera de enfrente, un señor acaba de darse un trompazo. Varios transeúntes le ayudan a incorporarse. El pobre se lamenta diciendo que no había visto un pilón. Uy, parece que esa herida en la rodilla no tiene buen aspecto. El hombre se ha sentado en el banco más cercano, a la espera de que su hijo vaya a recogerle.

Enviar mensajes, consultar redes, mirar webs, lanzar audios o echarle un vistazo al último vídeo se ha convertido en el telón de fondo de cualquiera de nuestras actividades. Es el gesto universal por antonomasia. Da igual lo que hagamos, siempre estará acompañado de una miradita a la pantalla. Subimos en ascensor y sacamos el teléfono, vamos en bus y no nos enteramos de quién tenemos al lado. Es normal que no sepamos quién es el asesino si, mientras vemos una serie, cotilleamos acerca de las biografías del reparto. Nos resulta difícil disfrutar del paraíso sin subir su foto a una red social y estamos más interesados en inmortalizar la paella del domingo que en saborearla. Llegamos a cualquier sala de espera y nuestros saludos se quedan flotando en el aire, aguardando que alguien levante la vista y nos devuelva una sonrisa. Hay hombres que usan las máquinas para fortalecer aductores como si fueran el sofá de su casa y, desde ahí, comunicarse con el mundo y hay padres que han alimentado a sus hijos durante media infancia, por cortesía de los vídeos de Pepa Pig.

Los padres Pin y Pon revisaban sus redes, mientras los niños casi perfectos compartían tableta electrónica. La chica que abandona la carrera, aprovechaba los desvíos de atención de su amiga para secarse las lágrimas y el pobre hombre que casi pierde la rótula contra el pilón estaba consultando si su hijo, por fin, respondía a su llamada. Que nadie nos engañe, la vida no está en una pantalla. Está en otra parte, justo delante de nuestras narices.

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