El infausto suceso sufrido por uno de los monumentos más simbólicos de la cultura europea, puede convertirse en un catalizador de reflexiones capaces de alcanzar una dimensión mucho mayor que las inicialmente esperadas durante los momentos inmediatos a la conclusión de la tragedia.

Cabe destacar en ese ámbito, que a las pocas horas de extinguido tan pavoroso incendio, se pudiese descartar, no solo cualquier acto provocado, sino la propia existencia de una negligencia directamente responsable. Es cierto, que de inmediato aparecieron informaciones poco conocidas, relativas a que desde hacía varias décadas, el templo (que en el país vecino es propiedad del Estado) adolecía, no solo de sistemas de prevención adecuados, sino también de un plan director apoyado presupuestariamente, que pusiese en práctica los pasos a seguir para que se llevara a cabo una sucesión de intervenciones necesarias, algunas muy perentorias, como la triste experiencia ha venido a demostrar.

Tal vez en muy poco tiempo, y una vez que terminen de ser minuciosamente valoradas las estructuras portantes y evaluada cada parte de los daños, se deberá alcanzar la difícil decisión de qué actitud restauradora tomar. Como es bien conocido, la generalidad de las «Cartas de Restauro» fruto de los consensos elaborados durante el pasado siglo, fueron muy conservadoras y muy poco interventivas, hasta el punto, de que llevadas a su aplicación literal, no hubiesen permitido la reconstrucción de numerosos monumentos destruidos por los bombardeos de la II Guerra Mundial en ciudades asoladas como Varsovia, Berlín o Roterdam. Cuestiones teóricas que a buen seguro se van a poner sobre la mesa; si bien, en los momentos de las aplicaciones prácticas, sobrevuelan sobre ellas los valores emocionales de los edificios que sustentan con su historia una buena parte de los imaginarios colectivos; elementos constructivos que dotan a las sociedades de pertenencia y cohesión.

Cuando aún humeaban los rescoldos, ya se iban planteando iniciativas proponiendo modificaciones en la aguja destruida, que incorporara en el siglo XIX Viollet-le-Duc; y no hay un famoso estudio de arquitectos que se precie, que no haya planteado un juicio sugerente, entre otros, los de Norman Foster, Ian Ritchie o Jean Nouvel. Si embargo, el arquitecto francés Pascal Prunet, uno de los cuatro designados para reconstruir el edificio, ya ha manifestado la existencia de un consenso para devolverlo «tal como era». La cultura francesa es al mismo tiempo, racional, atrevida, privativa y sumamente práctica, por ello antes del momento crucial, va a tener en cuenta lo que en este momento está en juego, y no es solo el valor monumental del edificio por muy elevado que se considere.

A pesar de su vulnerabilidad, Notre Dame representaba una fortaleza aparente ante la admiración de los varios millones de sus visitantes anuales, deslumbrados por la grandeza de sus cinco naves; pero, también, porque en la mente de ellos surgía como un soplo instantáneo, que se hallaban ante un centro referencial del imaginario europeo; y hasta los poco versados sabían, que era el lugar de momentos culminantes de su historia, como el reflejado en el famoso cuadro terminado por David en 1808, en el que Napoleón se coronaba Emperador a sí mismo, como hijo de la Revolución, ante una corte que aspiraba a estar fundamentada en el mérito. Pero también, porque entre sus entresijos llegó a «habitar» Quasimodo, el personaje literario creado por Victor Hugo en 1831, como símbolo del romanticismo y de la capacidad emocional interior, frente a la fatalidad de la sociedad y de la naturaleza.

En las sociedades medievales, es decir, en los periodos en los que se construyó el edificio, la solidaridad crecía cuando se sufrían los asedios, momentos en los que el peligro no era aislado porque concernía a la totalidad. De semejante modo, en los instantes en los que contemplábamos atónitos como estaba siendo devorado por las llamas, emergía la conciencia de que no estábamos ante un bien ajeno que reclamaba compasión, sino ante una propiedad común cuya pertenencia nos estaba siendo arrebatada, entretanto la tragedia nos hacía descubrir, también, que más allá de su ubicación, formaba parte de un imaginario que a todas luces debíamos defender.

En estos momentos de escampada laicidad, la tragedia nos ha hecho ver -y cómo no, asimismo a los franceses- que las arquitecturas religiosas forman parte de un legado forjado por el esfuerzo de aquellos que, en su momento, sintieron en ellas el cobijo imprescindible para sobrevivir a la desesperanza y a la soledad, permitiendo que fuéramos lo que ahora somos y que podamos entender la historia del modo tan personal como lo hacemos. Aspectos sobre los que cabe una reflexión global para incentivar la resistencia a su abandono o su transformación en un lugar improcedente.

Asumiendo las cosas de ese modo, contemplamos, felizmente, que la burguesía valenciana ha acometido importantes inversiones para poner en valor una buena parte de nuestro legado religioso, prolongando la extensión de una conciencia -interrumpida-, desarrollada en su día por los afortunados esfuerzos de la Fundación de la Luz de las Imágenes, que durante quince años (1999-2013), restauró cincuenta y seis edificios relevantes, y más de dos mil quinientas obras de arte y de objetos dispuestos para el culto; haciendo muy difícil que, como ocurrió estos días en París, pudieran ser devorados por el fuego.