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Picatostes

¡Jo, donde están mis calcetines!

Alguien sabe dónde está mi faja ortopédica? ¿Y mi pulsómetro para mayores de cincuenta años con índices moderados de colesterol? No se trata de que me haya entrado un ataque fulminante de amnesia. Tampoco que comience a tener serios problemas de memoria -que los tengo-, la cuestión es más doméstica aunque no menos dramática según se mire. Ha llegado Xavi. Les pongo en antecedentes. Xavi, bueno su nombre de registro era mucho más sofisticado, Xabby, pero despues de desechar otros nombres, de la A de Arargon a la Z de Zape, decidimos dejarle con el que había sido registrado oficialmente, pero eso sí, en una ortografía más autóctona y sencilla. Xavi es un fox terrier que llegó a casa con apenas tres meses despues de haber cruzado la península ibérica en transporte exprés y en línea horizontal. Hago un pequeño receso en mi memorial de agravios y objetos desaparecidos. Me encontraba yo -antes de la llegada de Xavi- en eso que se dice un impasse emocional. Después de la última pérdida perruna, me había propuesto un cierto enfriamiento afectivo en lo que concierne a los amores perros. Repasando las décadas que conforman mi vida se me aparecían como una ininterrumpida y encadenada melodía perruna pero sin la voz de los Righteous Brothers, esta pareja de hermanos que le dieron épica melódica a la música pop. Desde que tengo uso de razón, creo que no he pasado un día sin ver una cola de perro agitarse entre mis pies.

Es común entre los mortales y propietarios de mascotas -el término sigue pareciéndome de lo más insulso- cuando éste pasa a la gran guardería celestial donde los perros, según tengo entendido, pueden ladrar las 24 horas del día sin que los vecinos te denuncien o se quejen a Joan Ribó, exclamar con toda solemnidad aquello de «no, no más perros». «El último». O si lo prefieren, «no más gatos», que también tienen ganado su lugar en el santoral zoológico. No sé por qué este pronunciamiento no tiene la misma carga de convicción cuando se trata del género ornitológico. No me veo diciendo con tono solemne: «No volveré a tener un loro real de las Molucas».

Pronunciamos esta sentida sentencia -y otras- como en un melodrama de Douglas Sirk mientras recogemos las cenizas de nuestro ser querido en una pequeña urna de cristal ahumado con su nombre anotado en una pegatina. O cuando nos encontramos con otro semejante que ha sufrido el mismo trance canino. «Es que era como de la familia» Y siempre tenemos la frase a punto: «Solo le faltaba hablar». Menos mal que gracias a Walt Disney este problema quedó muy pronto solucionado y desde entonces no hay animal viviente que no emule la intachable dicción de Sir Lawrence Olivier. Y repasamos los años que nos ha acompañado, los mismos que hemos estado quitando sus cacas de aceras y jardines. Toda una vida que cantaría Antonio Machín. Pero ya se sabe que el mundo está hecho de buenos propósitos. Y donde dije «nunca más» se sustituye, por un «ya veremos». Y vuelta a empezar. De mentirijillas en mentirijillas. Como decía mi padre cuando incurría en una pequeña imperfección. «Me he dejado algunas mentirijillas» nos avisaba despues de revisar la faena pictórica.

Ahora que estamos de nuevo en periodo electoral, el horizonte vuelve a estar sombreado de mentirijillas. O mentirijonas. Basta mirar la cara de algunos políticos y políticas. Yo, cada vez que veo la sonrisa campechana de Isabel Bonig, no sé si está a punto de entonar el que ¡Viva la Pachanga! O de anunciar las 7 plagas de Egipto contra el Pacte del Botànic-2 de Ximo Puig y Mónica Oltra. Debo confesar que cuando llega este tiempo de promesas electorales, me siento tan distinguido como esas reinas del baile del instituto viviendo su día de coronación. «Reina por un día, por un día de ilusión».

Me encontraba yo en ese impasse emocional después de la muerte del último miembro de la familia de cuatro patas, hocico y rabo. De momento seguíamos teniendo a Totó, un perro mestizo y recogido que había despertado nuestra alma dickensiana cuando lo vimos con apenas un mes, abandonado dentro de una caja. Teníamos de momento a Totó para acurrucarse junto a nosotros en las largas noches de invierno, primavera, verano y otoño. Y en esto llegó el Big Bang Xavi. Sobra decir que en estos pocos meses de convivencia nada ha vuelto a ser igual. Ni para nosotros. Ni para Totó. Ni para los tiradores de los cajones. Ni las fundas del sofá. Ni para el descanso dominical. Todo lo que hasta ahora había constituido un mundo ordenado, silencioso, medido, ajustado a nuestro espacio doméstico y familiar se ha puesto patas arriba. Como si viviéramos en las antípodas. Boca abajo. Ya nada ha vuelto a ser igual como cuando Galileo descubrió que la tierra era como una naranja navel. Hay días en que me siento tan vulnerable, indefenso, como un héroe hitchcockiano frente la adversidad inesperada.

Para Xavi, como la Alicia de Lewis Carroll, la vida es un tobogán interminable de aventuras por donde deslizarse cada día. Su curiosidad por descubrir lo que encierra un armario, lo que puede contener una bolsa de la empresa de Juan Roig o desmenuzar un tomo con la poesía completa de Joan Vinyoli es infinita. Además, por falta de entrenamiento, me había olvidado que un cachorro de cuatro meses es una poderosa arma de destrucción de la paz doméstica. Hay días que pienso que mi autoridad sobre el reino animal está más cuestionada que la de un profesor de Instituto de Enseñanza Media. A veces me siento como esos padres tardíos a los que la llegada de un nuevo miembro familiar les pilla a punto de la prejubilación. Me han recomendado que pruebe con el mindfulness pero nunca he sido muy partidario de los tratamientos que no contienen ácido acetilsalicilico. Por cierto ¿alguien sabe dónde están mis calzoncillos bóxer?

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