En el siglo pasado los automóviles, los vehículos a motor de explosión fabricados en serie, irrumpieron con fuerza en las ciudades. Aunque al principio los pudo adquirir poca gente, pronto se convirtieron en el medio de referencia para desplazarse, llegándose a cuestionar la utilidad del tren y eliminar al completo los coches de caballos y unos artefactos humildes conocidos como bicicletas. En muchos países se desmontaron líneas de tren e incluso en algunos, como Estados Unidos o Chile, prácticamente al completo la red de ferrocarriles. Los urbanitas poco a poco se olvidaron de las bicis o las convirtieron en medios para a veces pasear en verano. El automóvil permitía desplazamientos fáciles y placenteros, al tiempo que su adquisición indicaba -aún indica- haber alcanzado un estatus social. La industria automovilística se convirtió en otra clase de motor, en este caso económico, formando con la petrolífera y la de obra pública, una triada de intereses de peso decisivo en muchos asuntos del mundo.

Ha transcurrido más de un siglo y, como pasa con otras innovaciones técnicas, ahora tenemos una perspectiva que nos lleva a analizar los vehículos a motor desde más puntos de vista, en particular en su uso en las ciudades. Hoy los modelos de automóvil no son tan contaminantes como aquellos de los inicios, pero la cantidad de coches que circula ha aumentado exponencialmente, contribuyendo muchísimo más que entonces a la contaminación atmosférica. Desde los años sesenta del siglo pasado se viene denunciado cómo empeora progresivamente la calidad del aire que respiramos y ahora sabemos que tiene consecuencias como la muerte prematura de miles de personas cada año (un estudio reciente indica que son unas 790.000 las que se producen en Europa por esa causa). Las autoridades sanitarias alertan sobre las consecuencias en la salud humana de las emisiones de gases y partículas en suspensión en las ciudades. Uno de esos gases es el dióxido de carbono producido por los vehículos a motor, cuyo efecto se relaciona directamente con el cambio climático que amenaza al planeta Tierra.

Hace cincuenta años era fácil desplazarse en coche por la ciudad, ahora no lo es. Los automóviles han protagonizado las vías públicas las últimas décadas, ocupando la mayor parte del espacio público circulando y aparcando. Pero hoy la congestión no deja circular con la fluidez deseada, aparcar suele costar tiempo y dinero, y mucha gente habla del estrés de conducir en la ciudad. La ocupación de calles, plazas y solares por los coches llegó en algunos momentos al paroxismo, desfigurando espacios patrimoniales urbanos, alterando los itinerarios peatonales y la convivencia social.

Hace más de veinte años que la Comisión Europea lanza y patrocina políticas y llamadas a pacificar el viario de la ciudad, reducir el número de vehículos a motor circulando, recuperar el espacio público para quien camina y restaurar el medio ambiente, también desde la perspectiva de mejorar la civilidad. Esta línea se viene aplicando progresivamente en las capitales europeas y ciudades de distinto tamaño. En los últimos cuatro años ha llegado con cierta decisión a una ciudad como València aunque quedan muchas cuestiones pendientes para hacerla efectiva.

Supone una política de ampliación y mejora del trasporte público, dar juego a vehículos no contaminantes, pacificar el tránsito y restringirlo, reconvertir espacios urbanos para uso del peatón, en fin, cambiar el sistema de movilidad urbana.

Aquí entra un vehículo como la bici. ¿Por qué ha vuelto? Por razones tan elementales como ser un vehículo limpio y no contaminante, bueno para la salud de quien la usa, mas en una ciudad plana como València, fácil para desplazarse y que puede convivir y combinarse con otros medios de circulación. Por cierto, la bici no es la única que vuelve, también lo hace el tren, desvalorizado durante años y que, ahora, se refuerza o recupera como, por ejemplo, en California.

Para que la bicicleta pueda utilizarse habitualmente en cualquier ciudad se necesitan al menos dos cosas. La primera es que sea factible usarla para desplazarse sin obstáculos a todas las zonas urbanas, lo que hace necesaria una red de carriles bicis (tramos sueltos de carril sirven para pequeños paseos no para la vida diaria). Esa red debe establecerse en las vías mayores, mientras en el resto de calles la bicicleta puede y debe convivir con vehículos circulando a velocidad calmada, por supuesto que en beneficio también, y sobre todo, de esa mayoría de personas que caminan o pasean, pues la recuperación de itinerarios peatonales es otra de las cuestiones pendientes.

Para el uso de la bicicleta en la ciudad la segunda condición es que el conjunto de la ciudadanía practique una nueva cultura de movilidad urbana, modificando hábitos al uso y estableciendo normas que regulen la convivencia entre los diversos medios de circulación. Ese es el objetivo de la Ordenanza de Movilidad acabada de aprobar en València, destinada a fijar pautas para la vía pública. Así por ejemplo, las bicicletas son para la ciudad pero no para circular por las aceras, reservadas a los peatones. Los coches han de moverse de manera sensiblemente más calmada, conviviendo con bicis y caminantes, hoy por hoy ni siquiera se cumplen los límites de velocidad establecidos. Se han de ampliar los itinerarios peatonales preferentes. El transporte público (buses y taxis) ha de ser protegido y potenciado más aún. Las personas en silla de ruedas no pueden encontrarse con obstáculos… Y, en otro orden de cosas, la plantación y crecimiento de vegetación en las calles ha de ser primado en beneficio de caminantes y ciclistas.

Necesitamos aire limpio, ciudades con aceras más amplias que faciliten la sociabilidad y el comercio, espacios públicos libres y ganar calidad de vida. No es aceptable que siendo estos los objetivos de la implantación de una red que facilite el uso de las bicis, esté constituyendo un tema de confrontación política en nuestros ayuntamientos (otra cosa es que se deba discutir en detalle las normas de una nueva ordenanza). Con sentido de responsabilidad ciudadana, las fuerzas políticas y sociales deben acordar condiciones para hacer efectiva una reducción sustancial del tránsito de vehículos a motor en una ciudad como València, donde para desplazarse al trabajo el modo dominante aún sigue siendo el coche o la moto. En las ciudades europeas esos cambios han sido impulsados por fuerzas de distinto signo político, puesto que una nueva cultura de movilidad es un componente esencial del funcionamiento correcto de la sociedad urbana y el bienestar comunitario. Son cuestiones de educación y civilidad -antiguamente se llamaba urbanidad- necesarias para un medio ambiente sano.