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Butaca de patio

El indómito don Vicente

Cientos de miles de personas, aunque las crónicas de la época no se pusieron de acuerdo en las cifras, acompañaron los restos mortales de Vicente Blasco Ibáñez por las calles de València el 28 de octubre de 1933. En cualquier caso, una inmensa multitud de valencianos se echó a la calle en plena República para rendir homenaje a su paisano más célebre y popular formando un gigantesco cortejo que fue encabezado por el mismísimo presidente Niceto Alcalá Zamora. El escritor, político y periodista valenciano, que alcanzó una impresionante fama internacional con sus novelas y con la adaptación de algunos de sus libros al cine, había muerto en 1928 durante su exilio en Menton, Costa Azul francesa, en los años de la dictadura del general Miguel Primo de Rivera. En definitiva, muy pocas manifestaciones pueden compararse en su magnitud, a lo largo del siglo XX valenciano, con aquel entierro que los asistentes fueron relatando años después, todavía asombrados por el recuerdo, a sus hijos y nietos.

Así pues, don Vicente no perdió el afecto e incluso la devoción de una mayoría de valencianos que ya lo había elevado en vida a la categoría de mito. Y no era para menos porque aquel niño nacido en el cap i casal en 1867, de padres comerciantes de origen aragonés, se convirtió en periodista y escritor, fue diputado republicano en tiempos de la Restauración, firmó novelas que fueron auténticos best-sellers de la época como La catedral, Sangre y arena, La barraca o La vuelta al mundo de un novelista, sufrió cárcel en varias ocasiones por sus ideas, intentó colonizar con labradores valencianos una región de Argentina, se arruinó pero más tarde llegó a amasar una inmensa fortuna al cobrar, entre otras cosas, 20.000 dólares por la venta a Hollywood de los derechos de Los cuatro jinetes del Apocalipsis. Su vida fue sin duda una auténtica novela.

Como ocurrió con tantos intelectuales ligados a la República, la memoria y la obra de Blasco Ibáñez fueron borradas con saña durante el franquismo. A pesar de su proyección internacional, la dictadura no dudó en prohibir libros del escritor valenciano o, en el mejor de los casos, en reducir su trayectoria a los relatos costumbristas. Pero, contra viento y marea, la enorme figura de aquel autor rebelde y polémico nunca desapareció de las bibliotecas. Ahora bien, curiosamente la llegada de la Transición descolocó a los partidos democráticos que no supieron dónde situar al ya de por sí inclasificable escritor. Demasiado republicano y anticlerical para las derechas, demasiado burgués y oportunista para las izquierdas, lo bien cierto fue que la sombra del díscolo don Vicente se eclipsó poco a poco.

Prueba de la incomodidad que todavía genera Blasco Ibáñez han sido las recientes tensiones entre el Ayuntamiento de la capital y la Fundación que lleva su nombre hasta lograr un acuerdo para mantener su legado e impulsar la difusión de su obra. En realidad, más allá de los tiras y aflojas y de los pleitos jurídicos, se trataría de que se leyeran los libros de uno de los autores más brillantes de la literatura española. Ojalá.

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