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A vuelapluma

Alfons Garcia

Medio siglo, que no es poco

Hay momentos en que la vida te saca tarjeta. Rozar el medio siglo es uno de ellos. Parece obligado mirar atrás. Nací en una dictadura y fui a EGB cuando un maestro tenía autoridad en un colegio público para dar un bofetón a un niño. Fui a un instituto concertado de lejana vocación católica y conocí el adoctrinamiento de los mejores hijos del Concilio Vaticano II, cuando ser cura era lo opuesto a ser carca. Fui feliz en una universidad pública con muchos alumnos por aula gracias a becas accesibles y a trabajos de verano y fin de semana. Llegado el momento, hice lo que quise con la vida, que es el privilegio que nos hemos dado los europeos y que, de momento, sigue vigente.

De mis primeros recuerdos (televisivo y quizá inducido) son las colas ante el ataúd del dictador. Una tarde, poco después, el timbre suena, es el vecino: poned la tele, un golpe de Estado. El de Tejero, con la épica de aquel señor viejo y delgado enfrentado a los matones con tricornio en el Congreso, mientras los tanques se oían cerca de casa. El susto trajo la confianza en aquella aventura frágil que había empezado; trajo el griterío, el color, el aire fresco de los ochenta y un cierto olvido para intentar avanzar; trajo los niños esnifando benzol en el patio del colegio y las jeringuillas en el suelo. La sangre de ETA era el paisaje casi diario de fondo. La confianza trajo también los primeros corruptos, el primer caso Blasco, el ejemplarizante caso Naseiro (contigo empezo todo), trajo al zafio Roldán y las primeras cloacas del Estado. Descubrimos la alternancia política y que el mundo no se derrumba si gobierna la derecha. Conocimos la megalomanía de los nuevos ricos al ritmo de las mordidas, el esplendor neoliberal del ladrillo y su reguero creciente de desigualdad. Hasta que la burbuja dijo basta y nada cegó el tufo hediondo de tanta miseria moral. Y hubo que reconstruir, que no ha sido tirarlo todo abajo y empezar de cero, pero aquí estamos.

El recuerdo es personal, pero también generacional, creo. Seguro que no hemos hecho la revolución ni hemos conquistado ningún cielo, pero creo que vivimos en un lugar razonablemente decente, con bastantes problemas cotidianos pendientes y dos lacras: el machismo, con su cruel expresión de violencia sobre las mujeres, y la precariedad de los trabajadores pobres. Un lugar que ya no se angustia en batallas identitarias como hace 40 años, con estándares de calidad de vida, servicios públicos y atención social que poco tienen que ver con los de 1969. Un lugar donde los grandes debates son la financiación autonómica y los carriles bici, y no el terrorismo o el mantemiento de la libertad en cualquiera de sus formas.

Cuenta Stefan Zweig en sus memorias que en 1931 cumplió 50 años balo la opulencia del éxito en Salzburgo, despreocupado de las consecuencias de lo que había empezado a manifestarse al otro lado de las colinas. La Historia nunca es igual, pero tiene una obsesiva tendencia a parecerse. No son buenas las conclusiones precipitadas, pero conviene no perder de vista a quienes cuestionan buena parte de las libertades ganadas y ya pisan las moquetas de las instituciones con ofertas de futuro impregnadas de naftalina. No estamos donde soñamos, pero no hemos dado pasos atrás, aunque en los últimos años está costando poner la máquina a andar. En todo caso, aquí estamos, que no es poco.

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