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Mitos de la lectura

Los oculistas han comprobado que el cansancio de la vista por exceso de lectura es un mito. Al contrario, la lectura de letras de imprenta evita la atrofia de los músculos que se ejercitan leyendo y despeja la mente de las peligrosísimas ideas propias. Confiados en nuestras ideas no sabemos a qué peligrosos resultados podemos llegar, pero al leer, adaptamos nuestra mente a la de otra persona que nos inspira cierta confianza por haberse ejercitado en el arte del pensamiento. Pero la vida, la literatura y el pensamiento siguen derroteros distintos. Los pocos que tienen vivencias, no escribe libros, ni los lee, ni los necesita para nada. El que escribe y el que lee no tiene tiempo para vivir, porque no hay tiempo para todo: la prueba está en las autobiografías, resumen realizado para que el autor que fue algo en su juventud no se aburra en los últimos años de existencia y finja contar antes de su agonía todo lo que se ha estado callando. La vida real es mucho más fuerte que todo lo que se pueda escribir. El argumento de cualquier novela es una simpleza comparado con la maraña de emociones, miedos y sorpresas que un muchacho debe afrontar para entregarse extraoficialmente y con todos los requisitos modernos a un hombre maduro en contra de la opinión de sus padres, del señor arzobispo y de eso que las columnas de opinión llamamos eufemísticamente «la sociedad» por no llamarlo nuestros prejuicios.

La literatura contemporánea tiene que enfrentarse a otros grandes problemas prosaicos de nuestro siglo como la saturación y la falta de espacio. De alguna manera, comprar libros, como comprar periódicos -no leerlos, solo el imprescindible hecho de comprarlos- ha sido un sistema de regular la economía. Con ese acto de intercambio se mantenían hasta hace poco las redacciones, los repartidores de periódicos, los puestos de venta de revistas, las librerías y otros trabajos menores como la fabricación de cucuruchos para transportar castañas asadas y la filosofía. Todos los autores tenían entonces algo que decir y lanzaban su mensaje a la Humanidad, hasta que llegó la industrialización de la lectura y bastaba haber salido en la televisión para editar libros como churros narrando las andanzas de tal televisiva meritoria por ser receptora del semen de un torero. Y a la gente le parecía bien porque si el público quiere comprar ese libro en masa, la sociedad de consumo provee de todos los medios a su alcance para hacerlo, aplaude la iniciativa de ventas y pone a la interfecta en la feria del libro a firmar como una jabata. Al mismo tiempo, empezó a ocurrir el fenómeno de que los autores profesionales escribían demasiado de «algo» y como las cosas que decían las decían sólo una vez, para encontrarlas uno se veía obligado a consumir doce volúmenes de quinientas páginas sin saber en cuál de ellas había escondido el mensaje para que los lectores lo pudieran subrayar. Yo mismo fui requerido por las editoriales más famosas para eso que se llama escribir «algo» y también los amigos, cuando me encontraban desfaenado y harto del Universo me decían eso de ¿Y por qué no escribes «algo»? A la gente que es nueva en literatura les parece romántico y satisfactorio imaginar su nombre en los lomos de miles de ejemplares, pero los que hemos estudiado este complicado arte sabemos que esa aventura puede durar una semana en el escaparate y cuesta comerse la vanidad con patatas el resto de tu vida viendo la devaluación de tu obra en librerías de viejo. En la época de los Dumas, padre o hijo, era muy poca la gente que se atrevía a expresar geniales ideas en un papel, y la fecundidad de los autores era grande y muchas veces extraordinaria, de tal forma que un lector asiduo tiene dificultades para enterarse de la obra completa de un solo autor como Victor Hugo o León Tolstói. Hoy en día, el hecho de que todo el mundo escriba no obedece a la cantidad de cosas que hemos olvidado contar a los demás a través de Facebook, Twitter o Instagram, sino a la facilidad que ofrece el ordenador y los procesadores de texto para dar la lata: los escritores escriben para que les lean su familia y otros escritores, del mismo modo que los actores actúan para que emocionar a su familia y que paguen la entrada otros actores, los músicos tocan para que les escuche su familia y dar de comer al crítico de turno o los diseñadores de moda diseñan para que les compren ropa sus amigos. Y si se quiere adquirir cierto prestigio bohemio, solo hay que manifestar de vez en cuando una opinión contraria a la corriente. Ante la imposibilidad de leer todo lo que escriben diez millones de escritores potenciales en el universo, llegamos a la conclusión de que aprovecha más leer dos veces el mismo libro, o doce veces si el libro lo merece, que dos o doce libros distintos de inferior calidad. Antes se leía para condensar la realidad o inflamar los corazones de los ciudadanos al grito de «¡Yo acuso!», pero hoy se escribe principalmente para perder el tiempo. Se valoran especialmente los libros muy documentados, cuyos datos no interesan especialmente al lector, semejantes a las antiguas guías de teléfonos, como la literatura histórica, la llamada literatura de género o las grandes novelas de más de quinientas y de mil páginas. En cuestión de poesía la cosa ha cambiado mucho: ya no es precisa la figura del poeta arrinconado en una buhardilla escribiendo con la compañía de un loro: los poetas actuales se reúnen en agrupaciones para no tener que perseguir a los amigos, leen sus obras entre ellos bajo pretexto de hacer talleres -palabra maravillosamente poética que refleja todo el esplendor de la poesía actual- con gran predilección por la poesía minimalista japonesa que se puede compaginar perfectamente con esas redes sociales que se ajustan a un determinado número de caracteres, de ahí esa virtud del ahorro, de la cual es representante Marie Kuondo, que te dice la cantidad de libros que puedes tener en casa o cómo doblar la ropa, y que nos revela finalmente que la felicidad de nuestro contenido es estrictamente del tamaño de nuestro continente.

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