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Tengamos el baile en paz

Tengo una comunicación fluida con una gran compañía de telefonía. Es una relación estable. Contacto quincenalmente, sí, quincenalmente, también por motivos tan poco atractivos como que Internet va a paso de tortuga o que los canales de la tele se han bloqueado. Informo de la incidencia a través de una red social y, pasado un tiempo prudencial, alguien se pone en contacto conmigo. La mayoría de las veces, la avería se soluciona reseteando, desenchufando y, sobre todo, manteniéndome a la espera. Tras comprobar que, por fin, paso de un canal a otro cual rayo veloz y que navego a toda pastilla, el profesional que me ha guiado solicita que valore su atención a través de una encuesta que, según dice, «es muy importante para mí». No seré yo la que cuestione a los gurús del marketing, pero esa metodología resulta un pelín miserable. Una encuesta de satisfacción tan fría y simplista que raya la indignidad de quien la padece y otorga un poder excesivo al examinador. Los matices importan. Importa que podamos dar la opinión sobre la educación, paciencia o comprensión de quien nos atiende. Somos más que un número del uno al cinco. Y, por supuesto, más que un emoticono verde, rojo o naranja. Esa práctica de algunos grandes almacenes en donde el profesional te devuelve el cambio, al tiempo que te solicita una puntuación presionando una carita. Eso es presión y lo demás son cuentos. Sería interesante que aquellos que se inventaron ese examen superficial lo sufrieran en sus carnes. El otro día, en el aeropuerto, un adolescente que pasaba por delante de la puerta de los baños decidió suspender la limpieza golpeando varias veces el botón rojo. Aprendí de la madre que le reprendió. Le recordó que es poco inteligente juzgar a la ligera a las personas y que le convenía abandonar el criterio del «me gusta» de las redes sociales, a la hora de valorar algo tan serio como el trabajo de los demás. Sí, señora.

Salí de marcha, por fin, y bailé mucho, por fin también. El escenario fue un chiringuito playero en donde se come, se bebe y se baila a partes iguales. En la mesa de al lado se sentaba un grupo de treintañeros estupendos, repeinados todos, con gafas de sol último modelo y bronceado recién estrenado. Se desmadraron poco, pero juzgaron mucho. Concretamente, a una pareja que rondaba los 80 y que bailaba cualquier canción que sonaba con la actitud de comerse a bocados el momento presente. Escuché comentarios sobre estirar la pata, la falta de ritmo, la vergüenza ajena y el poco sentido del ridículo. Resulta que algunos están la mar de cómodos viviendo en un mundo estrechito. Un lugar en donde se juzga con facilidad, en donde lo que valen son las apariencias y se reduce a la gente a una valoración sucinta y cruel. Los integrantes de la pandilla de pequeños desgraciados invirtieron un tiempo preciado en algo tan poco constructivo como es juzgar a una pareja mayor pasándolo bien. Y acostumbrados como estamos al juicio fácil, se mofaron de ellos grabándoles disimuladamente y carcajeándose a su costa. Señor, líbranos del juicio facilón y destructivo. Mientras, los mayores bailaron, rieron y se toquetearon. Como si no hubiera un mañana. Y, ¿quién sabe? Quizás no lo haya y que cada uno actúe en consecuencia.

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