Tarzán, Turita, Rómulo… son nombres que en mayor o menor medida trasladan a los valencianos a su infancia, a excursiones del colegio o a mañanas de domingo en familia visitando el antiguo zoo de Viveros. Sin embargo con el paso de los años ibas creciendo y descubrías el reverso oscuro de aquel parque, hipopótamos que solo podían bañarse en unas diminutas piscinas, felinos paseando incansablemente de un lado al otro de la reja o elefantes sin espacio para andar serían sólo algunos ejemplos.

Por suerte, estas estampas forman parte del pasado y los buenos zoológicos actuales no tienen nada que ver con esa imagen de casa de fieras en la que muchos se han anclado.

El zoo moderno, no solo tiene el deber de proporcionar a sus animales las mejores condiciones posibles, sino que debe investigar para mejorar sus vidas, tanto de los cautivos como de los salvajes, además de donar una parte de su recaudación a la conservación y restauración de los ecosistemas amenazados. Estas instituciones reciben alrededor de 700 millones de visitas anuales e invierten en conjunto más para salvar el planeta que cualquier ONG, a excepción de WWF (Fondo Mundial para la Naturaleza). Por ello, son una de las mejores herramientas para concienciar a la sociedad del problema que estamos causando, antes de que sea demasiado tarde, no solo para los animales, si no también parta nosotros.

Y es que, actualmente nos encontramos en la sexta extinción. Una extinción producida por el hombre, poniendo en peligro a un millón de especies, o lo que es lo mismo uno de cada ocho animales y plantas conocidos. Estos números muestran que, si bien la naturaleza nunca fue ese jardín del Edén que nos vende el ecologismo más idealista, actualmente ni se le parece. Cada especie en peligro de extinción son miles de animales viviendo en un estado tan lamentable que ni si quiera pueden sobrevivir lo suficiente como para tener descendencia capaz de salir adelante.

Sin embargo, sería muy cínico decir que todos los seres vivos que mantienen en cautividad están bien, muchas especies no deberían estarlo. Pero, no menos cínico sería afirmar que, por norma, viven peor que sus homólogos salvajes. Tampoco se puede negar que los zoos podrían hacer más, mucho más por la conservación del medio ambiente, pero todo camino tiene un proceso. San Diego, Paignton, Chester, el Bronx… son modelos a seguir y hacia los que caminan, quizás demasiado despacio, pero lo hacen, gran número de parques.

Por eso me duele tanto el proyecto para el cierre encubierto del Zoo de Barcelona, uno de los más comprometidos de la península. Al que, primero, han «independizado» de la comunidad zoológica internacional, para luego, dejarlo morir lentamente, con solo un puñado de especies, principalmente autóctonas, y apostando por recreaciones interactivas. Todo esto sin valorar que no existen Rómulos, Turitas ni Copitos de Nieve virtuales y que un holograma nunca tendrá un hueco en la memoria de los barceloneses, ni les hará replantearse su visión del mundo.

Con la aprobación del proyecto Zoo XXI ha ganado el falso buenismo, y no se han dado cuenta de que, muchas veces, los cementerios están llenos de buenas intenciones.