No creo que vuelva a haber en València otro domingo mejor en el año que este de las elecciones para hablar de amor. Ausente de nuestro horizonte la asignatura de las autonómicas, fuera de nuestro alcance analítico el voto de las europeas, podemos hozar a gusto en lo municipal, que es la extensión de nuestro barrio, el conjunto de nuestros hogares y la relación con nuestros vecinos. En cuestiones de amor de puerta a puerta, no son pocos valencianos de todo género, desde políticos a periodistas, desde hosteleros a viudas negras, que han caído presas de los encantos de the boy next door. ¿Y cómo empieza la pasión por una persona, por un partido, por una idea? Pues por el amor mismo. Cuando Julieta ve a Romeo por primera vez, dice: «¿Quién es este joven? Si está casado, mi tumba será mi lecho nupcial». ¿Ven? Es el amor que empieza por el amor. Aunque la versión moderna de este sentimiento ya no contempla la muerte por amor, sino que resuelve diversas estrategias de conquista, todo lo contrario a la inocencia: antes de acabar consumido uno mismo, el amante sobrepone su ego sobre el objeto amado y lo doblega.

Además, el amor moderno incluye una novedad muy ventajosa frente al amor romántico: amar por voluntad propia. Hoy en día usted puede sentir una pasión arrebatadora cuando le salga de los mondongos; se despierta una buena mañana y dice: «A partir de hoy tendré una pareja»; rebusca luego en las redes poliamorosas y acaba liándose con alguien tras ver su foto y sus aficiones. No es necesario explicar aquí, en pleno fragor de las elecciones autonómicas, la importancia que adquiere, en este tipo de relaciones poli-amorosas, la prolongación de nuestro peritoneo, ese prosaico anexo de las vísceras. Ya históricamente, muy especialmente en la Comunitat Valenciana, se conocen penes de largo alcance y vaginas de amplio espectro, desde la elección de Jaume I El Conquistador como president de nuestra Comunitat. No en vano siempre se ha hablado de «enchufes» en nuestros órganos de gobierno, siempre ávidos de sensaciones.

Pues las sensaciones del enamorado y del político son muy similares. Un hombre sale a la calle, se encuentra con los amigos o ve la luna y las estrellas y sigue tan campante. El enamorado y el político, no. Ellos sienten como la luna, las estrellas, el concepto de solidaridad y compañerismo olvidan sus leyes naturales de gravitación y giran únicamente a su alrededor. Y todo lo que hacen apasionadamente es digno de admiración y una posible salvación del universo. El amor, como el interés por la política, empieza a los dieciséis años, por culpa de alguien o algo que se conoce después del colegio y que se casa o sale elegido con un señor que podría ser nuestro padre. Tras este primer desengaño llegan muchos otros idénticos y uno procura pasarlo bien en el partido sin enamorarse. Si acaso, viene bien que te den alguna ayuda o un trabajito, pero no se entrega hasta tener la convicción de una continuidad en la relación. Por eso unos y otros gastan horas y horas de conversación entusiasta, hablando de planes de futuro, de mejoras, al estilo de los quinceañeros que diluyen su corazón en palabras sin pensar que sus actos posteriores tienen que corresponder a ellas. Pero los enamorados de ahora no han leído el Werther, Manon Lescaut, La dama de las Camelias y los políticos se han olvidado de estos personajes en campaña. Si acaso conocen algunas frases de tronista de MYHYV y cómo desenvolverse en un reality. Saben que un peinado platino imposible, un traje caricaturesco, una cara histriónica a lo Jim Carrey atraen más miradas que una buena idea.

Un político en campaña que se arremanga la camisa cuando come ante unos obreros hace más discursos de apoyo a su partido que el mejor pensado de los idearios y los programas. Mucho mejor un párpado operado que Rubén Darío, un biceps musculado que Juan Ramón y Machado juntos, un buen escote que Amado Nervo para predisponer al amor. Por otro lado, es verdad que la persona y el partido político con los que tenemos relación después de cuatro años son los mismos que despertaron nuestra pasión.

Pero cuando la pasión vuelve a dormir, no hay quien la despierte. Una pareja está en la playa, de noche, mirando el cielo; de repente pasa una estrella fugaz y uno de ellos dice: «¡Ha caído una estrella!» y estas palabras desgarran el corazón de la otra persona en las raíces de su ser y piensa: «¡Qué espíritu sublime!». Cuatro años después, esta escena se repite en un balcón; en silencio, para no despertar al niño que ha llorado dos horas seguidas porque han ido a llamar a la puerta del partido los tiralevitas que no saben hacer nada pero que son muy modernos y piden organizar todo en la ciudad y quedarse con los espacios y con los huecos y con las agendas, y el marido, porque se han casado, piensa en lo que haría si fuera La Pantoja y le tiraran desde un helicóptero. De pronto pasa una estrella fugaz y uno de los dice «¡Ha caído una estrella!». Todo exactamente igual a hace cuatro años. El mismo hecho, las mismas palabras, la misma entonación de voz. El otro murmurará con sequedad: «Grrrrr... ya, sí».

¿Qué ha pasado en cuatro años que ha influido tanto en las reacciones espirituales? Nada. Lo de siempre. Lo que pasa siempre. Los cuatro años y nada más. ¡Que no es poco! ¿Qué se puede responder a eso? Lo mismo que el Vizconde de Valmont a la Condesa de Merteuil: «La verdad, sois cien veces peor persona que yo, y me sentiría humillado si tuviera amor propio». Amor propio que salvaría a nuestra humanidad, si alguien manifestara, hacia algo inmaterial, un poco de amor.