Reconozco que me impresionó aquel 15 de mayo de 2011 cuando miles de jóvenes comenzaron a manifestarse de una forma más o menos espontánea en la Puerta del Sol, alzando la voz y haciendo suyo el alegato contra la indiferencia y a favor de la insurrección pacífica del que les había hablado poco antes Stéphene Hessel. La indignación cobraba fuerza y se iniciaba un potente movimiento con una gran trascendencia política y social que acabaría repercutiendo en el comportamiento electoral hasta modificar el sistema de partidos unos años después.

El primer efecto electoral de la indignación pudo verse en las elecciones generales de noviembre de 2011 en las que el PP obtenía una considerable mayoría absoluta con 186 escaños y el PSOE perdía el gobierno al sufrir un voto de castigo como consecuencia de la gestión de la crisis económica. En aquel momento, todavía funcionaban los vasos comunicantes del bipartidismo y el centro derecha capitalizaba el fuerte descontento social: el PP pasó a hegemonizar un fuerte poder institucional mientras el PSOE se veía obligado a iniciar una importante travesía de la que prácticamente ha salido ahora. Algo de ello, había sido anticipado por las elecciones municipales y autonómicas unos meses antes, en el mes de mayo.

Entonces le llegó al PP la gestión de la crisis y aquel Mariano Rajoy que se hacía la foto delante de una oficina de empleo para denunciar los niveles de paro cuando estaba en la oposición, se daba de bruces con una realidad política áspera y con muy poco margen de decisión en términos de soberanía. Los recortes sociales ocupaban la agenda política al tiempo que la indignación dejaba de ser un movimiento acampado en la Puerta del Sol para pasar a ser un sentimiento que recorría a la sociedad española de una forma transversal y generalizada. La indignación estaba en las conversaciones de café, en las escuelas, en los hospitales, en las casas; se indignaban los jóvenes, los mayores, las mujeres, los hombres. Pero, si hay algo que conviene poner en valor de aquella indignación es que fue capaz de marcar la agenda con temas como la mejora de nuestra democracia, la transparencia, la rendición de cuentas, la participación política, en definitiva, un sinfín de asuntos con una clara pretensión de mejorar de la vida pública.

Así, entre unas cosas y otras, llegaron las elecciones municipales y autonómicas de 2015 y con ellas el segundo gran golpe electoral: el PP perdía 2,5 millones de votos mientras la izquierda se fragmentaba, cerrándose los vasos comunicantes del bipartidismo y abriéndose una nueva etapa caracterizada por el fin de las mayorías absolutas que, a la postre, resultaría anticipatoria de lo que después pasó en las generales de diciembre. Aquellas, las municipales y autonómicas, fueron el punto de inflexión que marcó el cambio en el sistema de partidos. En el mes de mayo.

Hasta que un buen día llegó la sentencia del caso Gürtel y con ella la moción de censura que el PSOE le presentó al presidente Rajoy. Un hecho cuya trascendencia va más allá de un mero cambio de gobierno al darse poco después una coyuntura en la que el PP se ha tenido que enfrentar a una fuerte fragmentación en el espectro ideológico de la derecha. El final de esta parte de la historia ya lo conocemos: Pedro Sánchez gana las elecciones que convoca tras el rechazo al proyecto de Presupuestos y con la foto de Colón como telón de fondo, provocando una ola expansiva que ha favorecido la victoria socialista en las municipales y autonómicas de hace dos días. Por cierto, la moción de censura que ha cambiado el devenir político y electoral en nuestro país, fue registrada en el Congreso de los Diputados un 25 de mayo.