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Matías Vallés

Al azar

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Zuckerberg reivindica un futuro privado

Cuando Mark Zuckerberg habla de privacidad, echo mano a mi pistola. O a mi cartera. O a ambas. Estas amenazas no han disuadido al gran patrón de Facebook, que reivindica un futuro privado a través de dos guías rectoras, lo efímero y lo encriptado. Los dos mil millones de seguidores de la red social por excedencia deberán confiar en que el magnate se tapará los ojos y no mirará sus conversaciones.

Ante la credulidad de sus adeptos, el propio Zuckerberg se siente obligado a reconocer que su empresa no vive el momento más envidiable. “No tenemos exactamente la mejor reputación sobre privacidad ahora mismo, por ponerlo suave”. El estilo americano de ventas agresivas, un asesor español hubiera tachado la autoironía. La primera salvedad es el ámbito cubierto por el sigilo. El contenido quedará resguardado, pero no la ingente cantidad de datos suministrada por el contexto. El secreto sabe leer los labios.

Cuando le preguntaban a Edward Snowden, coetáneo de Zuckerberg, sobre los obstáculos que debía vencer la vulneración de las comunicaciones, se limitaba a responder con un explícito “dame el número de móvil de Obama y lo escucharemos”. Ningún sistema de protección podía disuadir a las máquinas de asalto informáticas de la NSA, ahora dispersadas por el planeta virtual. La victoria de la publicidad sobre la privacidad ha llegado al extremo de que se siente uno más seguro difundiendo estas líneas, o hablando en una radio, que en cualquier conversación supuestamente privada a través de artilugios informátios.

Muy apurado ha de verse el magnate treintañero, para acometer el mayor cambio de orientación ideológica desde que Pablo Casado reconvirtió al PP en un partido de centro. Zuckerberg acaba de ser nombrado una de las cien personas más importantes del planeta por la revista Time, pero la imagen de su conglomerado empieza a levantar sospechas que no pueden ignorar quienes hablan de las empresas tradicionales con el furor incendiario de Novecento, para postrarse después con el corazón reblandecido ante el altruismo de los amigos, likes y huéspedes de la economía digital.

De paso, alguien tendrá que explicar por qué los secretistas titanes de Silicon Valley impiden que sus hijos estén en contacto con pantallas, obligando incluso a sus niñeras a firmar contratos que les obligan a no conectarse en presencia de los pequeños. Y mientras Zuckerberg se debate para preservar su invento tambaeante, olvida la obsolescencia generada por el aburrimiento. Ese momento en que dos mil millones de personas no tienen nada interesante que contarnos.

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