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Gobernar para todos

Gobernar para todos constituye un principio básico de la democracia que no siempre recordamos. Gobernar para todos significa, en primer lugar, reconocer la diferencia como un valor intrínseco de las sociedades modernas. Frente a la lógica de las mayorías absolutas, la cultura de la coalición -entendida rectamente- ayuda a ensanchar el espacio de la convivencia cuando lo que se ha instalado en la calle es el discurso de la polarización -buenos y malos, pueblo y casta-. Tras un ciclo electoral intenso, y a la espera de que no tengan que repetirse las generales, cabe pensar que se abre una ventana de oportunidades con una cartografía más nítida que hace un año. El país ha votado esencialmente moderación, reforzando en cada circunscripción aquellos partidos que se sitúan -o que intentan situarse- en el centro del espectro político. La apuesta por la moderación manda un mensaje en clave europeísta, por un lado, y a favor de pasar página y mirar hacia delante, por otro. Puesto que el acervo acumulativo de opiniones es fundamental para entender la actuación de las democracias, no podemos apartar la mirada y hacer como si no tuviera importancia. Al contrario, por una vez se podría decir que el instinto de moderación del pueblo español -que en el fondo representa el instinto del 78, mal que les pese a algunos- es más potente que la llamada a la hostilidad por parte de la clase política y sus satélites mediáticos. Como en el famoso discurso de Azaña, el país parece reclamar “paz, piedad, perdón”, frente a una moralización imprudente de la política; no porque la moral sea peligrosa en sí misma, sino porque el moralismo tiene más de ideológico y maniqueo que propiamente de ético.

La paz, la piedad y el perdón nos invitan a pensar en la necesidad de recomponer los afectos. La herida más profunda que ha provocado la crisis de estos últimos años ha sido la ruptura de los vínculos emocionales, el emponzoñamiento de los sentimientos. Un clima tribal que mira sólo a favor de unos y anatemiza a los otros bajo cualquier pretexto identitario. Hay una fractura que dificulta sobremanera un diálogo de mínimos, porque el lenguaje y los marcos cognitivos son tan distintos que no existe un espacio común para el encuentro. Pero no es cierto; al menos no del todo, porque el voto de la mayoría de los ciudadanos clama por el final de la crispación. Los extremismos pueden ser más ruidosos al albur de su histrionismo y sus falsas credenciales de pureza irreal, pero la llamada a la reconciliación es imperiosa.

Mitificar el 78 precisamente supone la reivindicación de un legado. Se cometieron errores, sin duda, pero a la luz de una voluntad de consenso que con razón se consideraba superior. Como explicaba Lukacs, lo que la gente piensa importa menos que lo que la gente cree que piensa. Es esencial recordarlo porque, ante una misma realidad -el 78-, el mismo país puede celebrarla o denostarla. De igual modo, la construcción autonómica puede ser la solución y luego dejar de serlo, simplemente por una cuestión nominal. En este sentido, volver a mirar hacia el reencuentro constituye un primer paso decisivo: define una voluntad, prepara unos afectos, ofrece la mano. Y esa paz civil sólo será posible si nuestros representantes entienden cuál es el valor de la lealtad y del reconocimiento. Admitir la diferencia, apreciarla y defenderla aunque en ocasiones nos pueda incomodar. Esa es la belleza de la ley que rige para todos por igual. Y esa es la importancia que, en estos momentos, tendría una auténtica cultura de la coalición.

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