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¿Qué decían del bipartidismo?

Tan revelador como sorprendente resulta el camino paralelo que han descrito políticamente Ciudadanos y Podemos. Ambas formaciones lo han fiado todo a quebrar el llamado bipartidismo que configuraron PSOE y PP desde los años 80, aunque los dos aspiraban a suplantar a socialistas y populares, hegemónicos en cada uno de los bloques ideológicos.

Ninguno de los dos ha conseguido en el momento adecuado dominar su propio ámbito. Podemos en su día no pudo dar el sorpasso al PSOE, por más que los socialistas temieron durante meses esa crítica circunstancia. Tampoco Ciudadanos ha sustanciado el adelantamiento al PP una vez anunciase su líder que iban a por todas en el flanco a la derecha del espectro.

Las últimas elecciones locales y autonómicas les han dejado al descubierto. Ni Ciudadanos ni Podemos han logrado acercarse a sus objetivos. Cada día más acusadamente dominados por sus jefes, no han sido capaces de emerger con alguna figura local que les revitalizase. Esa ausencia de equipos reconocibles se ha mostrado particularmente al desnudo en el escenario valenciano.

Podemos, por ejemplo, se ha despedido del Ayuntamiento de València sin pena ni gloria. Pocos sabían, salvo la comitiva periodística que le acompañaba, quién encabezaba la lista de Pablo Iglesias en la tercera ciudad de España: María Oliver, una concejala que tras cuatro años disuelta entre el gobierno municipal ha desaparecido por completo.

El caso de Ciudadanos en la capital valenciana resulta igualmente sangrante. Alguien podrá decir que la candidatura de los nuevos liberales ha repetido los mismos concejales en 2015 y 2019, un total de seis, que ha mejorado incluso dos puntos porcentuales y hasta 4.000 votos de unos comicios a otros. Pero la realidad cruda es que la lista encabezada por Fernando Giner se ha dejado 16.000 papeletas de las Generales de abril a las Municipales de mayo. Y eso que el colapso del Partido Popular en el consistorio valentino a raíz del caso de los mil euros dejó a Giner todo el protagonismo como jefe de la oposición casi la legislatura pasada entera. Su falta de carisma lo ha paralizado.

Así que los partidos que anunciaron la renovación del sistema del turno democrático no han sido capaces de descubrir talentos nuevos. Sus head hunters han resultado un completo chasco. La única certeza evidente, también en ambos casos, ha consistido en su irrefrenable tendencia al cesarismo.

La vida interna de Ciudadanos, si es que existe, parece limitada a la espera de recibir instrucciones del alto mando y escuchar del timonel las líneas maestras de un argumentario, ora liberal, ora conservador€ ora socialdemócrata, ora furibundo antisanchista. Solo la idea originaria de resistencia ante el nacionalismo catalán les parece cohesionar. En todo lo demás, nadie se atreve a desarrollar un programa más o menos original.

El caso de Podemos no es muy diferente. El partido que reclamó para sí la herencia del 15-M asambleario ha sido incapaz de sobrevivir a ese ejercicio de malabarismo político. Se hace muy difícil hacer política real desde la tradición libertaria. Iglesias, lejos de reconocer tales dificultades así como la existencia de sensibilidades muy diferentes en su organización, ha teatralizado unas nuevas formas de organizar un partido que han devenido en farsa.

En realidad, la respuesta del aparato podemita a la pluralidad ha consistido en cortar cabezas, recuperar la tradición izquierdista de la purga y soslayar cualquier debate serio sobre las discrepancias, tanto de modelo como de táctica política. La formación violeta, al frente de las grandes ciudades, la que puso contra las cuerdas a los socialistas, la misma que tuvo la osadía de reclamar la gestión de los poderes fácticos del Estado y asombró al mundo con su furiosa irrupción en la política, se encuentra al borde de la implosión.

Mientras tanto, el elector valenciano procedente del podemismo urbano, parece obvio, se ha refugiado fundamentalmente en Compromís. Casi la mitad -50.000- de los votantes que se decantaron por Joan Ribó habían votado a Podemos en las Generales de hace algo más de un mes.

Resulta que, contra lo que parece y los analistas de pro barruntan, el elector medio suele intuir las corrientes de fondo de la política. Tanto en el caso de Ciudadanos como de Podemos, por ejemplo, ha sido difícil de digerir el enorme diferencial de liderazgo y activismo entre el escenario nacional y el local. Albert Rivera y Pablo Iglesias no han permitido crecer la hierba bajo sus pies y rara vez, además, han territorializado sus discursos y programas. La incomodidad de Podemos con sus coaligados y periferias, incluso, se hizo evidente. El tutelaje de Rivera sobre Inés Arrimadas, igualmente.

Ahora bien, cuatro años por delante son un periodo demasiado largo como para mantenerse en un tacticismo paralizante. Ha llegado la hora de elegir: mojarse o diluirse en la indiferencia política. Buena parte de la ciudadanía esperaba que la crisis de la corrupción del PP y del clientelismo socialista propiciara nuevos matices del arco parlamentario pero también nuevas experiencias de gobernanza. Manuel Valls ya lo ha hecho en Barcelona, pero quedan muchas otras posibilidades y combinaciones para la gobernabilidad en multitud de diferentes escenarios. Por una vez, la política local y autonómica ha rebasado los márgenes de los liderazgos nacionales. Se han repartido cartas, hay que jugar.

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