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Banco de España y pensiones

Hace unos días el Banco de España publicaba su informe anual. El lector puede encontrarlo en internet. El envejecimiento de la población y los problemas que plantea para el futuro de las pensiones de la Seguridad Social es el asunto al que dedica mayor atención: un capítulo entero, el único monográfico, de un total de cuatro. El sistema de pensiones, asegura el documento, es insostenible y hay que reformarlo cuanto antes. ¿Por qué cuanto antes? Porque -cito- «la edad media de la población española y la del votante mediano seguirán aumentando» y «más allá de sus consecuencias económicas, el cambio de la estructura por edades de la población es transcendente para muchas de las decisiones de política económica. Asociado a dicho cambio, se producirá un aumento de, al menos, cinco años (de 43 a 48 años) entre 2018 y 2050. Y, de mantenerse constantes los comportamientos de participación electoral por grupos de edad observados en el pasado (mayor participación de la población de edad avanzada que de la población juvenil), se incrementará el apoyo social a políticas financiadas mediante transferencias de renta hacia la población de mayor edad». El texto lo dice con eufemismo, pero el argumento es claro. Un periódico nacional de amplia circulación lo ha resumido con el siguiente titular: «El Banco de España pide que se reforme el sistema de pensiones antes de que el votante medio envejezca más». Y yo, que soy viejo y pensionista, lo entiendo a la primera: Vienen a por nosotros. Y vienen con prisa, antes de que seamos más numerosos y podamos defendernos con nuestros votos.

En tanto que ciudadano y, especialmente, en tanto que pensionista, soy consciente de que nuestro sistema de pensiones tiene un futuro problemático. Por lo poco que sé, está basado en un principio que se suele describir como pacto de solidaridad entre generaciones (el Banco de España lo llama «sistema de transferencias intergeneracionales»). Básicamente consiste en que durante toda mi vida laboral aporto el dinero con el que se pagan las pensiones de los jubilados, y, cuando me jubilo, recibo, como contrapartida, una pensión que viene del dinero que aportan quienes están laboralmente activos. El sistema es ingenioso, ética y políticamente plausible, y contribuye a fortalecer la solidaridad social de la nación. Pero es económicamente frágil. Los ingresos y los gastos pueden desequilibrarse por varias razones. Por ejemplo, por una crisis económica que produzca paro y salarios bajos y, por tanto, disminuya los ingresos. O, alternativamente, por un envejecimiento de la población, que disminuya el número de personas que aportan dinero y aumente el de las que lo reciben. Por otra parte, precisamente por su fragilidad, el sistema está garantizado constitucionalmente. Si se produce déficit, los poderes públicos deben garantizar el pago de las pensiones. Lo dice el artículo 50 de la Constitución.

La verdad es que por causa, tanto de la crisis económica como del envejecimiento de la población, la Seguridad Social lleva varios años seguidos en déficit, y, lo que es peor, parece que seguirá siendo deficitaria en el futuro. El problema es difícil de resolver y hace tiempo que el gobierno, los sindicatos, las asociaciones patronales y los partidos políticos lo llevan analizando y debatiendo. Simplificando mucho, las propuestas de solución se pueden reducir a dos principios básicos: o bien aumentan los ingresos o bien disminuyen los gastos (o ambas cosas a la vez, en proporciones variables). Para aumentar los ingresos hay dos caminos: o bien se incrementan las aportaciones de los trabajadores, ya sea porque sube el empleo, ya sea porque suban los salarios, o bien se recurre a las aportaciones del Estado en tanto que garante del sistema. La otra vía de solución, la de disminuir los gastos, consiste, básicamente, en reducir las prestaciones a los jubilados, bien disminuyendo el importe de las pensiones, bien retrasando la edad de jubilación. Como se ve, la problemática, más allá de su complejidad técnica, es esencialmente política. Para incrementar los ingresos de la Seguridad Social hace falta que suba el empleo y/o los salarios. Pero, dado que esto depende en gran medida de la coyuntura económica, requiere también, implícitamente, que el Estado, en tanto que garante del sistema, haga aportaciones económicas que sólo podrá mantener a la larga aumentando sus propios ingresos vía impuestos. Los partidos políticos de derecha rechazan radicalmente esto último, mientras que los de izquierda lo proponen como necesario. Uno de los argumentos de la izquierda es que el sistema impositivo español es poco progresivo y que hay margen para que los más ricos y las sociedades, sobre todo las grandes multinacionales, paguen más impuestos. La presión fiscal, dicen, es en España sustancialmente inferior a la media europea y hay margen para aumentarla. En esta línea se ha hablado, por ejemplo, de crear nuevos impuestos destinados específicamente a financiar el sistema de pensiones. Por otro lado, la vía opuesta, la de debilitar el pacto entre generaciones disminuyendo las prestaciones («reducir las transferencias intergeneracionales» en el lenguaje eufemístico del Banco de España) atenta contra el principio de solidaridad social que inspira el sistema. Los partidos de izquierda lo rechazan radicalmente mientras que los de la derecha la defienden como inevitable.

Aparentemente, el informe del Banco de España evita alinearse con ninguna propuesta concreta. Sin embargo el argumento con el que urge a que el problema se resuelva pronto habla por sí mismo. Si de lo que se trata es de esquivar el voto de los viejos antes de que seamos más numerosos, es porque la solución que implícitamente sugiere es la que nos perjudica. La de la derecha.

Y me indigno porque el Banco de España no tiene ninguna legitimación para hacer una sugerencia semejante. No es una entidad privada. Es un organismo del Estado, con un poder considerable. Formal e informal. En la división clásica de los poderes del Estado su lugar es el poder ejecutivo. Sin embargo, a diferencia de otros órganos del ejecutivo, el Gobierno por ejemplo, y para poder jugar libremente el papel de árbitro económico que tiene asignado, goza de una autonomía que le exime de control democrático directo. Si el Gobierno me perjudica, votaré contra él; contra el Banco de España, o contra sus órganos rectores, no puedo votar. Ahora bien, en una democracia, la soberanía reside en la voluntad popular expresada por los votos y los organismos del Estado que no responden frente a los votantes deben abstenerse de hacer política. El árbitro debe ser exquisitamente neutral; no puede tocar el balón. Menos aún disparar contra una de las porterías. Cuando el Banco de España especula acerca de los votos que configuran la voluntad popular y hace recomendaciones encaminadas a condicionarlos o torcerlos en una dirección políticamente significativa está violando este principio básico de la democracia.

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