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Chernobyl y el político profesional

Ni juegos, ni tronos. La serie de la temporada es “Chernobyl”. Igual da que todavía falte un capítulo por emitir y que todavía queden seis meses para acabar el año. El título es lo suficientemente elocuente para saber de qué va. Los más jóvenes no se acordarán ni del accidente nuclear, ni de la dictadura comunista, pero necesitan con urgencia saber lo que pasó para que no se vuelva a repetir.

Era abril de 1986. En España, como somos así, no le dimos demasiada importancia. En Cambridge, donde me encontraba, todo el mundo miraba al cielo. Una nube negra -preñada de radiación- se aproximaba desde Ucrania hacia Europa occidental a una endiablada velocidad. Afortunadamente, el viento cambió de dirección y la nube solo afectó, de una a otra manera, a 25 países, entre ellos Gran Bretaña y España.

“Chernobyl” no es solo una serie de catástrofes al igual que tantas otras. Como toda serie que se precie, a estas alturas de siglo, es una serie política. Son varias las lecturas políticas que se pueden extraer. Pero quizá la principal sea la diferente manera de afrontar una crisis de los políticos profesionales -los burócratas, el aparato, los hombres de partido- y los profesionales -científicos, bomberos, mineros…

Al político profesional sólo le importa cómo la catástrofe va a perjudicar al Estado. Sobre el papel, el Estado representa el bien común que, en la teoría comunista, debe prevalecer sobre los intereses particulares, perfectamente sacrificables. El Estado soviético temía -y con razón- que si daba la voz de alarma, demostraría sus carencias. Ofrecería al enemigo un exhaustivo informe de sus debilidades. Así que mejor callar, hacerlo todo de forma discreta, no evacuar a la población, no alertar a los países vecinos de riesgo, no pedir ayuda… El Estado soviético tenía miedo. Había tantas razones para ese miedo que, finalmente, Chernobyl demostraría al mundo que la URSS era un gigante con pies de barro. El bloque del Este empezó a desmoronarse como un castillo de naipes (“House of Cards”, ¿recuerdan?) hasta desaparecer apenas cuatro años después.

A los profesionales les daba más bien igual lo que ocurriera con el Estado. Ya llevaban demasiado tiempo padeciéndolo. Lo que les preocupaba era tomar medidas urgentes para salvar vidas y averiguar la verdad de lo que había pasado para evitar que volviera a suceder. A diferencia de los políticos, partidarios de la mentira en defensa propia, los ingenieros defendían pedir ayuda al extranjero, avisar a los demás países de lo que se les venía encima y alertar a la población de que debía evacuar la zona cuanto antes mejor.

Los mineros, que jugaron un papel importante en las labores de control del accidente, protagonizan en la serie dos escenas muy reveladoras. La primera es cuando el ministro de la Minería, vestido con un impoluto traje azul claro, acude a la bocamina a decirles que tienen una misión que cumplir por el Estado, pero advierte que la misión es secreta, Los mineros le plantan cara y se niegan a hacer nada hasta que no les digan la verdad. El burócrata cede y les confiesa que irán a Chernobyl. Los tiznados obreros, uno a uno, desfilan ante él dándole palmadas negras sobre su terno impoluto. Cuando ya está teñido del color del carbón, le espetan; “Ahora sí que es usted el ministro de los mineros”. Y, claro, aceptan la misión.

La verdad protagoniza también el revelador diálogo entre los dos protagonistas, un ingeniero nuclear y un político, cuando van a pedir a los mineros que sacrifiquen sus vidas por los demás. “Se me da mal mentir”, duda el ingeniero. “¿Ha estado alguna vez con mineros?”, le pregunta su interlocutor. “No, nunca”, responde. Y el burócrata, cada vez más descreído le aconseja: “Dígales la verdad. Trabajan en la oscuridad. Lo ven todo”.

La verdad es la clave. En Ucrania en 1986 y en el mundo de 2019, donde hasta la excusa más nimia justifica su sacrificio. La catástrofe de “Chernobyl”, escribe Hank Stuever en “The Washington Post”, es “lo que pasa cuando mentir es norma”.

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