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Picatostes

El croissant en la horchata

Aguardamos pacientemente que el trozo de croissant se sumerja en el líquido del vaso. Horchata y croissant. Con placer infantil saboreamos la masa amarillenta del croissant bañada por la horchata. No sabemos cuándo empezó esta liturgia gastronómica, quizás tuvo que ver con una de esas mañanas de verano, quizás despues de una noche de fiesta que acabó alargándose más de lo esperado, que en la terraza de un bar tempranero decidimos sustituir el café con leche por un vaso de horchata. «Y un croissant, por favor» le pedimos con urgencia al camarero. Desde entonces hemos seguido fieles a este duo coyuntural o pareja de hecho cuando el verano comienza a abrir sus ojos y los meteorólogos nos anuncian con solemnidad repetitiva-y verbo pedante- la irresistible subida de los mercurios. El sabor dulce de la horchata mezclado con la esponjosidad mantecosa del croissant como parte del diario veraniego. Es cierto que la horchata prioriza otras combinaciones más ortodoxas, desde las rosquilletas tradicionales a la exuberancia del farton con su lámina de azúcar como distintivo. Y en algun momento hemos probado con una ensaimada como sustituto provisional, pero la fusión-con el permiso de Ferran Adrià- del croissant y la horchata nos resulta irresistible. Exquisita. Los «practicantes» nos sentimos depositarios de la receta o formula de un elixir secreto, como uno de esos licores custodiados celosamente por unos monjes transalpinos desde tiempos de Carlomagno.

Horchata y croissant. Es nuestro particular carpe diem. Los pequeños placeres que acaban poniendo cara y ojos, pequeños trozos de felicidad, a los días que avanzan en el calendario de la cocina a punto de alcanzar su ecuador.

«Vive el día de hoy. Captúralo». Aquí los versos indémodable del Carpe diem del poeta latino Horacio. Frente al «incierto mañana» que anuncia el poeta optamos por la infalibilidad del croissant empapado de horchata. Nuestro agnosticismo se redime frente a la santa comunión del croissant crujiente recién salido del horno y el líquido de la horchata que lo cubre. Tiempo de infancia y de dulces. Delante del mostrador de la confitería : Ante nuestros ojos se alinean las cañas de nata, el palo catalán, el pastel de manzana, la tartaleta de fresa, las medias lunas, los susus de crema, los hojaldres de nata y trufa, las bandejas de lionesas, las yemas de huevo… Y acabamos eligiendo la arquitectura laminada del Milhojas con el «tejado» bañado de canela y azúcar glas. Le señalamos a la dependienta ese objeto que se erige como una pequeña construcción de artesanía mostrando sus láminas de hojaldre y crema. Comerse un Milhojas, y más si este es de merengue, constituye toda una prueba de decoro y equilibrio. Lo normal es que acabemos cubierto como si fuéramos un paisaje navideño por el azúcar triunfante y espolvoreado sobre la camisa. Y el merengue señalando nuestra nariz. Podríamos haber optado por otro pastel menos «arriesgado», como una tartaleta de crema, pero hemos preferido esa mezcla de fragilidad y contundencia que constituye el alma del Milhojas.

Los sabores como determinadas canciones tienen el poder de hacer trabajar nuestra memoria, viajando en una montaña rusa de moka, merengue y algodón de azúcar. En un mundo donde todos te invitan a vivir una experiencia por el simple hecho de tomar una cerveza o conducir un coche, el recuerdo del sabor familiar de un arròs al forn se erige como la mejor contraseña para abrir nuestro carpe diem. Para muchos, entre los que me incluyo, facebook constituye un estupendo mostrador donde revelar algunos de nuestros pequeños placeres. De los recortables de nuestra infancia pasamos a la liquidez de las imágenes digitales. Rebuscamos en nuestro ordenador la carpeta de imágenes que hemos ido creando con el placer estético de iluminar nuestro facebook cualquier dia de estos. Ya sea la imagen de de una juvenil Brigitte Bardot en bicicleta o la ilustración de un diseñador gráfico que acabamos de conocer. No descubro nada si señalo que Facebook-como otros aparadores- se ha convertido también en un muestrario de la peor cursilería. En el pecado va la penitencia dice el refrán, pero nosotros, de momento, la única redención posible que tenemos es hacer clic en «ocultar publicación» como medida preventiva ante los altos índices de glucosa digital.

Entre las imágenes que acostumbran a deambular por esos facebooks de Dios está la fotografía de los pies de un señor o señora con la portada de un libro. No sé quien fue el primero o la primera que tuvo esta curiosa de idea de promoción gráfica de sus extremidades inferiores y gustos literarios, pero desde entonces, periódicamente, aparece exultante en la columna vertebral de la red social. En muchos casos son fotografías, pie&libro, realizadas en la playa, sobre la arena, y esto me lleva a recordar que no hay cosa más engorrosa, titánica, que la lectura de un libro en la playa. Solo en el caso de ser un consumado maestro de yoga quizás se podrían hacer las paces o acto de reconciliación con la arena, el viento, el mar, la playa, el cielo y tú que cantaban en unos veranos lejanos el grupo Formula V. A pesar de mi torpeza, confieso que soy de los que acostumbran a echar un libro en la mochila o cesta de playa, por si acaso. No pasaré de las tres páginas y acabo abandonándolo, dirigiendo mi atención sobre el azul infinito del horizonte del mar, la barriga cervecera de un lector del Superdeporte o las uñas rosa chicle de mi vecina de toalla.

Ahora que la cantante Rosalía reivindica el rosa como color de empoderamiento femenino, ¿adiós al estigma Barbie&Cía? Igual nuestras próximas parlamentarias al Congreso y a las Cortes autonómicas, se animan y las vemos aparecer atrezzadas de aquel rosa shoking que patentó la heterodoxa diseñadora Elsa Schiaparelli en los años treinta para sofoco de Coco Chanel. Think Pink! Que cantaba la inolvidable Kay Thompson en la película Una cara con ángel. Pues eso, Think Pink, horchata y croissant. Y ustedes que lo disfruten.

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