Casi tres años después del referéndum británico a favor del Brexit, o sea, del divorcio del Reino Unido con la Unión Europea, muy poco se puede decir con certeza sobre cómo van a acabar las cosas. Los defensores más fuertes del Brexit siguen exhibiendo su preferencia, si no hay alternativa, por un Brexit llamado duro. O sea, a las bravas y sin acuerdo. El Parlamento británico y una gran parte del país, ven en ello un salto brutal en el vacío, de tremendos impactos negativos y han excluido totalmente al Brexit duro como alternativa. Y ahí sigue la batalla entre ambos bandos. Intuir lo que va a ocurrir es vano, ante lo erróneo de muchas de las últimas predicciones. Pero si hay algo cierto es que, de todo lo que ha rodeado al todavía pretendido divorcio entre el Reino Unido y la Unión Europea, es la existencia de otro divorcio, ya vislumbrado en el propio referéndum de Junio de 2016 y recalcitrantemente palpable desde noviembre pasado, cuando concluyeron las negociaciones entre los gobiernos de ambas partes y ellos adoptaron un texto final sobre cómo debían concluir las relaciones entre ambos y preparar las nuevas relaciones.

Los resultados en el Reino Unido de las recientes elecciones al Parlamento Europea han mostrado palpablemente que este segundo divorcio continúa. En contra de las llamativas pretensiones de Neil Farage, cuyo partido, el Brexit Party, ha sido el que conseguido más parlamentarios, el Brexit no ha ganado esas elecciones. Los partidarios de quedarse en la Unión Europea y los contrarios a ésta han conseguido más o menos el mismo número de parlamentarios y porcentaje de votos. Confirmando, con ello, el divorcio en el electorado británico con ambas partes en igualdad de fuerzas. Divorcio, también, entre el mundo urbano y el mundo rural. Entre la juventud y la gente mayor. Entre aquéllos con niveles de educación más altos y aquellos con menores niveles de formación. En fin, entre las élites del país (terminología explotada hasta la saciedad por la ultraderecha británica) y los más desprotegidos y más dañados por los cambios en la estructura económica y social del país. Y si esas elecciones no han aclarado la fractura ni aminorado el gran divorcio interno del país, tampoco lo logrará la elección de un sustituto para Theresa May en el partido conservador que posiblemente recaiga en un político más furibundamente pro-Brexit que ella. Y no lo evitará porque el cambio de liderazgo no alterará los parámetros sociológicos del Brexit, ni podrá alterar los términos del acuerdo ya negociado y aprobado por los gobiernos. Dicho acuerdo no es modificable (ni «mejorable»), como ha seguido insistiendo la UE. Fue y sigue siendo razonable para ambas partes pues, dejando de lado el asunto del backstop, o cláusula de salvaguarda irlandés, y la cuantificación de la deuda financiera británica pendiente (sobre la que ya no existe mucha preocupación o discusión), el acuerdo de retirada prácticamente sólo contenía consideraciones generales de orden técnico sobre cómo articular lo verdaderamente importante, el acuerdo (aún no negociado) sobre las futuras relaciones entre el Reino Unido y la Unión Europea.

En otras palabras, pese a la retórica en la plaza pública, que magnifica divergencias concretas entre lo acordado y lo posible, el único desacuerdo significativo es el tratamiento de la frontera física entre ambas Irlandas. Y ahí sí que se topa con hueso. Paradójicamente, porque tanto el Reino Unido como la Unión Europea pretenden ahí lo mismo: que dicha frontera no exista. Pero para ello, la única alternativa hoy es que, temporalmente, Irlanda del Norte pertenezca a la unión aduanera con Europa. Pero, en realidad, la oposición a esta solución por los partidarios del Brexit es una excusa - lo que prima en el divorcio entre los ciudadanos, no es eso sino lo más profundo del Brexit: el temor frente a sus serias consecuencias económicas políticas y culturales frente a la doble combinación de nostalgia por tiempos pretéritos y cólera por los impactos de la crisis y el cambio económico.