La India es un país con tanta personalidad histórica que cuando a un español medio, si es que eso existe, le preguntas por el cine indio, uno de los más prolíficos del mundo, no nombrarán al director Shyam Bengala sino que dirá con delectación»Bollywood» que es un término que te implica para conocer las danzas horteras y el machismo grosero de la industria del cine para pobres. Por eso el festival de cine Imagineindia ha cumplido dieciocho años dando las mejores películas, documentales y cortos de cine no necesariamente convencional ni todo lo contrario sino de buen cine.

Su director, Abdur Qazi Rahim, es un hombre austero que vive con lo mínimo: el alquiler de su antigua casa en la sierra de Madrid y poco más. No es extraño que opine que la raza humana, destructiva y brutal, no le merece más interés que los saltamontes y que todos sobramos en este mundo como insectos. Al fin y al cabo para lo indios -o más bien los hinduistas- nos reencarnamos al final de nuestros días y es posible que esa mosca sea algún antepasado y ese pájaro sea nuestra madre cuyo espíritu ha vuelto a la vida envuelto en plumas. Incluso por las leyes del karma sería imposible que allí existiera un Cobrador del Frac sino un acelerador de karmas para que todo volviera a su nivel, que es el objetivo del ciclo de la existencia humana: volver, nivelarnos, encontrar nuestro centro y regresar de nuevo.

La vida de Abdur es como un guión de cine. Vino a España de casualidad, huyendo de las autoridades indias que acusaban a su familia de complot únicamente por ser familiares del impulsor pakistaní de la bomba atómica, Abdul Qadir Khan. En su viaje a Suiza con su familia, recaló en el loco Madrid de la Transición cuyas autoridades y algún Borbón se olvidaron de su caso y le dejaron como ciudadano emigrado por causas políticas.

Pero antes de eso sus antepasados ya había obtenido el favor del emperador que construyó el Taj Mahal al intervenir su bisabuelo a favor de un imán que se equivocó por nervios al rezar las oraciones. El emperador Sha Jahan, en vez de hacerles decapitar a los dos, entendió que estaba en la casa de Alá, que es quien nos juzga, y que no tenía derecho a castigar al imán. Semejante realismo mágico podría acabar aquí, pero la historia sigue más allá.

Su madre rompió aguas en Calcuta, mientras tomaba un avión y Abdur nació en Karachi. Cuando viajaron a Bangladesh para visitar a una pariente que había emigrado allí, se declaró la guerra indio-pakistani de 1971. Al llegar a España después de vencer la imposible burocracia india, sirvió en la embajada de Pakistán antes de intentar hacerse vendedor a domicilio. También había trabajado en Vihara, el restaurante indio que Basilio Martín Patino regentó durante un tiempo, una tapadera para sufragar filmes clandestinos. Estudió medicina, trabajó en una de las primeras granjas de canguros y creó el festival de Imagineindia, donde historias como la suya y más alambicadas se desarrollan en la pantalla, vidas reales que nunca son sencillas.

Está claro que Abdur no es un hombre común, y por ello tampoco es un hombre tradicional. Considera que la igualdad de las mujeres es imprescindible para su país, y que no es humano destruirlas por costumbre. Por eso su festival busca comprender el por qué de las cosas, que es la esencia tanto del arte como de la ciencia como de la vida.

Yo no sé si al valenciano medio al que aludía al principio le han pasado tantas cosas como a Abdur para que sus enseñanzas les hagan preferir un modo de vida tan sencillo que se puedan mantener con lo mínimo. A mí me huele que no. Que el vacío que representa el aburrimiento de lo convencional lo llena con una vida de compras o de ideas compradas, que es aún peor. Quizá sea momento de recobrar el romanticismo y embarcarnos a Nueva Delhi, sacudirnos tanta vagancia, ver más allá de los problemas vecinales y descubrir que no somos más que saltamontes que podríamos desaparecer de un plumazo; y al Universo, se lo aseguro, no le importaría ni un comino.