El día que Pablo Iglesias le regaló al Rey, Felipe VI, una copia de la famosa serie de intrigas y poder, cuyo final, por cierto, ha resultado ser algo decepcionante, entendimos cuál era su concepto de la política: un juego de tronos. En aquel momento, año 2015, el líder de Podemos justificó la hazaña diciendo que lo hacía para que el Jefe del Estado tuviera «las claves de la crisis política española». Hoy, cuatro años después, esa misma serie le podría servir a él para entender la crisis política que estrangula a su partido.

Confieso que no me quito de encima la sensación de que el tiempo va muy rápido, y no porque haya superado los cuarenta, al fin y al cabo se dice que ahora son los treinta, sino porque desde que estallara la crisis económica en 2008, la política no ha dejado de experimentar cambios de una forma muy acelerada. Se ha reconfigurado el sistema de partidos varias veces, tanto por la izquierda como por la derecha; han aparecido nuevos partidos políticos que, a su vez, han sufrido sus propias e interesantes transformaciones, tanto desde el punto de vista ideológico como electoral; y, la sociedad ha pasado por etapas con diferentes estados de ánimo que han ido afectando en cada momento los niveles de exigencia, de participación y de reivindicación hacia la política. De hecho, las últimas elecciones municipales y autonómicas vislumbran cierta recuperación del bipartidismo. Ahí es nada.

Pero, si hay algo de todo ello que sigue sorprendiendo a día de hoy es la evolución y el comportamiento de Podemos. Un partido político que nació de la casi nada y creció rápidamente para volver a decrecer de forma también acelerada, pasando en tan solo cinco años por numerosas tensiones: fagocitó a IU para dar el sorpasso al PSOE que no consiguió dar; a los tres años de vida se dividía a través de dos almas ideológicas en Vistalegre II; poco después, su líder rompía con la imagen que de sí mismo había creado y decepcionaba con el chalé en Galapagar; y, finalmente, la escisión protagonizada por Íñigo Errejón con Más Madrid. Éstos podrían ser, grosso modo, algunos momentos más característicos que resumirían y explicarían el auge primero y la agonía después, de un partido político que, en algún momento, dejó de ser el «partido de la gente» para ser el partido de Pablo Iglesias. De la ilusión a la decepción.

Pensaba en todo ello al reflexionar sobre la actitud que está teniendo Podemos tanto a nivel nacional como aquí, en la Comunitat Valenciana, donde resulta más que razonable la exigencia social de que su legítima entrada en el próximo gobierno autonómico no debiera ser un elemento de distorsión en las negociaciones como, al parecer, lo está siendo.

Hemos hablado en más de una ocasión del éxito que supuso la fórmula del acuerdo del Botànic. Un pacto a tres bandas que, durante la legislatura pasada, permitió afianzar numerosas políticas que han iniciado una senda de transformación a muchos niveles y que la mayoría de la sociedad valenciana refrendó con su voto el pasado 28 de abril. No se entendería, la gente no entendería, que no se llegara a un acuerdo Botànic II, o como se quiera llamar. Es normal, y se entiende, que cada una de las partes intente maximizar su posición en la negociación. Pero, no es menos cierto que, más allá de ello, se espera la generosidad de negociar sin perder de vista la importancia de no defraudar a quienes han depositado su confianza e ilusiones en un gobierno de progreso.