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Javier Cuervo

¡Qué risita tan cara!

Las artes plásticas han trabajado a lo largo de los siglos en la magia, dios, la religión (lo mismo), el Rey, el Estado, la revolución (el poder), lo humano, la sociedad, lo íntimo (nosotros). Han trabajado para el pasmo y la contemplación, sometiendo la belleza a cánones, invirtiéndola al romperlos y con el artista luchando por la expresión singular y, más recientemente, por la expansión de los límites de la libertad y de la obra.

El coleccionismo empezó en la Grecia clásica, no se inventa ahora cuando la sociedad es de mercado y el arte parlotea una conversación que se demuestra vendiendo. En este presente se entiende que el multimillonario Steve Cohen pagara 81 millones de euros por una imagen que imita el conejo de goma de una fiesta infantil que sale de las manos de un payaso que haya acabado primero de globoflexia. La figura, que se consigue en una oferta básica de animación infantil, es famosa desde que la copió Jeff Koons en 1986 y la realizó en acero inoxidable, que es un metal bonito y práctico, pero no precioso.

Hace casi 70 años que el Pop instauró en el arte que la mirada más preciada sea el ojo irónico. Desde entonces, la perspectiva paródica es responsable de los chistes más caros del arte, tantas veces hechos con humor barato y materiales corrientes. A cada nueva subasta o reventa volvemos a reírnos con el mismo chiste y en la nueva sobrevaloración coinciden en fondo y forma la ironía y la verdad. Se han tomado la broma en serio. El dinero ha convertido la mentira irónica en verdad económica.

¡Qué risa que paguen por esto!, piensa el artista colando su gol a un mercado que paga cada vez más y convierte con ello la ironía en sarcasmo y la crítica en orgullosa desvergüenza.

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