Desde antes de la Transición sabíamos que existía un nacionalismo independentista en Cataluña y en el País Vasco. No es el caso aquí de entrar en las causas del nacionalismo que, con menor intensidad, se podía detectar también en el País Valenciá, ahora Comunitat Valenciana, en Galicia e incluso en Andalucía. El constituyente español, en la misma línea que el constituyente de la Seguda República, reconoció la realidad histórica española abandonando el centralismo que ha caracterizado la práctica totalidad de nuestra historia desde la llegada de los borbones a la corona de España. Pues la España de los Austrias era una suerte de Estado compuesto, una confederación, integrada por reinos que han dejado su huella en algunas Comunidades Autónomas.

La Constitución de 1978 hizo concesiones importantes a las regiones que en la Segunda República se adelantaron a las demás aprobando estatutos de autonomía previstos en la Constitución de 1931, lo que con efectos particularmente simbólicos se plasmó en su artículo 2, que hace referencia a nacionalidades y regiones, y en el procedimiento de acceso a la autonomía. Por paradójico que pueda resultar no se reconocieron como nacionalidades a las Comunidades Autónomas que en el pasado habían sido reinos (con la excepción de hecho de Navarra), como Aragón, Asturias, Castilla, Murcia, León o València. El reconocimiento singular se hizo a los territorios que fueron en el pasado un principado integrado en la Corona de Aragón, como fue Cataluña, o un conjunto de señoríos del reino de Castilla, como fuera el País Vasco.

Los líderes de las Comunidades Autónomas con pasados mucho más singulares que el País Vasco o Cataluña, a los que antes nos hemos referido, no han sido capaces de reivindicar su pasado y sus logros que son más sobresalientes en la historia española que los que atesoran catalanes y vascos. Esa falta de responsabilidad reivindicativa, o su lealtad constitucional, ha sido una de las claves del crecimiento del independentismo en las regiones antes señaladas que han llegado a creerse, y han hecho creer a propios y extraños, que el resto de España es homogéneo y exento de raíces históricas singulares. No todo está perdido, pero, sin duda, hacen falta líderes regionales que abandonen la pasividad y que reivindiquen el pasado de sus territorios para construir su futuro en igualdad de condiciones con las Comunidades Autónomas catalana, vasca y navarra.

Una de las principales virtudes de nuestro sistema autonómico es que ha permitido que cada Comunidad Autónoma haya creado su propio Estatuto junto con las Cortes Generales, de manera que mediante estatutos de autonomía y leyes estatales de transferencia de competencias se ha configurado un mapa estatutario asimétrico por la propia voluntad de las diferentes Comunidades Autónomas, en el marco de la Constitución. Por eso, resulta un tanto extraño que se postule por algunos como una solución de las tensiones territoriales una suerte de federación asimétrica que ya existe; que existe desde que se implementó el Estado de las Autonomías en que se permitió a Cataluña, País Vasco y Navarra un volumen de competencias superior que al resto de Comunidades Autónomas.

Pero parece evidente que los independentistas de algunas Comunidades Autónomas, en particular los del País Vasco y Cataluña, no quieren un federalismo asimétrico, que ya tienen; lo que quieren es incrementar la asimetría con las demás Comunidades Autónomas sustituyendo, en el menor de los casos, el Estado de las Autonomías por una suerte de confederación integrada por el País Vasco, Cataluña (omiten siempre el caso de Navarra que el País Vasco pretende anexionarse) y el resto de España como territorio amorfo, sin alma. Lo cierto que nos encaminamos hacia ese modelo. El País Vasco desde el punto de vista fiscal es ya un territorio confederado con el resto de España, y prepara un nuevo estatuto que no tiene parangón ni siquiera con confederaciones como la de Suiza. Y el Estatuto de Cataluña vigente está más cerca de las concepciones confederales que de las federales. Y en este contexto el Gobierno Sánchez, en sintonía con el PSC, está ofreciendo a los independentistas «más autogobierno» lo que debe traducirse como una configuración confederal que les diferencie de las demás Comunidades Autónomas, en el bien entendido de que los socialistas catalanes, así como los independentistas, nunca aceptarían que el modelo confederal que exigen para ellos se extendiera a las demás Comunidades Autónomas. La obsesión de los nacionalistas por la diferencia es una de las claves para interpretar el pensamiento independentista.

Es cierto que tanto Mas como Puigdemont y Torra han afirmado que ya no es tiempo de autonomía sino de independencia, pero no debe pasarse por alto el discurso de Torra del 5 de septiembre de 2018 en que dijo que la oferta de Sánchez de un referéndum autonómico era «interesante». Una vez más los independentistas descubren su estrategia en dos fases. Piden lo más, la independencia, pero no hacen ascos, si la independencia es por el momento imposible, a seguir incrementando el «autogobierno» que no es otra cosa que incrementar sus competencias hasta que el Estado desaparezca de Cataluña, configurando poco a poco su estatus confederal.

Cuando el presidente Sánchez ofrece a los catalanes un referéndum para incrementar el autogobierno está haciendo un ejercicio parecido al que hizo Rodríguez Zapatero a la Cataluña presidida por Maragall, que derivó en un Estatuto que se desenganchaba de la Constitución española, y que sigue invadiendo competencias exclusivas del Estado, pese a haberse anulado unos pocos preceptos de su texto.

A la inmensa mayoría de los ciudadanos honestos les parece indecente que una persona aluda a los méritos de sus padres y demás familia para obtener ventajas de cualquier naturaleza. Cada uno debemos ganarnos el crédito que tengamos por nuestros propios méritos. Y es doblemente indecente que una sociedad o sus gobernantes exijan un estatus especial derivado de los supuestos méritos de los ciudadanos e Instituciones que vivieron en dichos territorios en el pasado. Parecen no haberse enterado de que en la era de los derechos fundamentales en que nos encontramos rige el principio de igualdad de las personas y la solidaridad de los territorios. La singularidad histórica de un determinado territorio, los méritos o deméritos de instituciones y personas del pasado, no pueden configurar el futuro en sociedades democráticas.

Si se pretendiera dar el paso hacia una confederación integrada por Cataluña, País Vasco y resto de una España autonómica, lo que ha reclamado de manera clara el lendakari Urkuyu, se crearían tensiones extraordinarias en España, que probablemente nos conducirían hacia una balcanización de nuestro territorio.

Los gobernantes deben ser prudentes y afrontar los problemas no solo mirando el presente inmediato, o la conservación del poder, sino el futuro, porque si se siembran vientos se recogen tempestades.

Permitir que aflore y se consolide lo identitario en el siglo XXI, como pretenden los partidos independentistas, tiene una gravedad considerable y, sin género de dudas, recuerda los antecedentes de la Segunda Guerra mundial. En las modernas sociedades democráticas occidentales solo debe haber ciudadanos sea cual sea su raza, su religión, sus costumbres o sus respectivas historias, y todos los ciudadanos deben tener los mismos derechos y obligaciones: ese es el mensaje profundo que está ínsito en la construcción europea, desde que se iniciara en 1951, y en la Constitución desde 1978, que en la actualidad se encuentran en grave riesgo de retroceso. Por eso, ni en Europa ni en sus Estados miembros se puede ceder a las presiones nacionalistas que conducirían a la desintegración de Europa y de sus Estados miembros. Ese debe ser el objetivo de los gobiernos europeos que deben alejarse de cantos que, como le sucedió a Ulises, pueden hacer que las naves europea y española se estrellen contra los acantilados de la historia.