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Endivarse

A partir de esta semana voy a poner todo mi esfuerzo en cambiar la palabra « empoderarse » por la palabra « endivarse », es decir, en vez de adquirir poder convertirse en un o una diva. La palabra salió precisamente tras un bonito concierto de Isabel Monar y Concha Sánchez-Ocaña que giraba entorno a Matilde Salvador, esa mujer que si bien se empoderó ella misma en su genio musical, nunca se endivó, motivo por el cual aún anda recorriendo el limbo cultural de los justos, sin que se haya hecho un reconocimiento a la altura de su arte. Y es que la gente que no se salta el natural recato que suelen tener los artistas para ascender y abrir los codos en la cumbre, suele acabar con esa fama de andar por casa que ya descubrirán los alemanes, o nuestros nietos, o cuando ya no haga falta.

Para medrar en sociedad, y especialmente en las Bellas Artes, hay que tener mal carácter. Conozco multitud de personas apacibles que no pueden con el mal genio de la gente. Rellenan mensajes, conversaciones, estados en sus redes sociales sobre varios especímenes de personas con mala leche. Pero en esto, como en todo, hay que distinguir. Está la persona que se queja por todo, ese centro del universo que encuentra que el café está demasiado caliente y la habitación demasiado fría, que le han traído los informes tarde y que hay llegado los clientes demasiado pronto, el que quiere una Limousine que le recoja y agua mineral de una marca inencontrable en su camerino. Este tipo de pelmazos basa su existencia en intentar que los demás no piensen en nada más que en sus caprichos, lo cual es un buen estratagema para encubrir quizá una falta de talento, un vacío interior o que no han tenido tempo para dedicarse a tal pasaje musical con el ahínco que la obra requería. Por eso todo lo que se encuentre a su alrededor es demasiado poco, ya sea una secretaria, un contrato o un público de exigencia variable y eso les hace estallar en público, aunque más que una explosión es una implosión endógena que acaba en su propio centro de gravedad, sin demasiada gravedad.

Por otro lado, están las personas que se ponen iracundas por una tontería. Y en ese caso hay que ser más comprensivo porque las tonterías son lo más irritante de todo. Porque uno puede soportar con estoicismo las gravedades de la vida, pero las tonterías -¡Que lo digan todos los diarios de València!- las tonterías son lo más irritante que hay en nuestro mundo ordenado. La catedral de Nôtre Dame no se derrumbó por las bombas de las dos grandes guerras ni las invasiones bárbaras. Ardió por una tontería. El Hindenburg, ese dirigible alemán, ardió por una tontería, y todo el destino de la aviación cambió para convertirse en algo altamente contaminante. Existen multitud de ejemplos en los que los mansos son irritados por los irritantes, convirtiéndose así en vociferantes personas a las que alguien intenta calmar diciendo « Hombre... por una tontería ...» y ese es precisamente el problema, porque si fuera un acto talentoso, un plan urdido con astucia, la otra persona no se pondría así, pero bien al contrario ha sido un acto al azar, la mala decisión de un idiota, y eso nos saca de nuestras casillas.

El problema que se plantea en los próximos años de posible nueva recesión es que la cantidad de personas que han ascendido con métodos poco inteligentes se ha multiplicado exponencialmente, porque en los oscuros equipos que se forman en las oficinas siniestras se elijen unos a otros, siempre en relación con su ineptitud de grupo, lo que permite un camuflaje perfecto en el seno de cualquier empresa. Habrán notado ustedes que existe una cierta parsimonia laboral que ha venido reemplazando a la diligencia. Por supuesto que tiene que ver con la escasa paga que se reciben en los trabajo menos remunerados, pero también va revestida con una especie de cuidados, atenciones y buenos consejos que los irritantes lanzan a sus víctimas para conseguir desarmarlas del todo. « Agradecemos mucho su queja que va a conseguir mejorar muchísimo nuestro servicio » « Gracias por permanecer atento, estamos a la espera de que nuestros operadores suelten sus teléfonos ». Todo esto tiene como objetivo minar la moral de los demás y hacerles olvidar que algún día tuvieron aquel sagrado derecho del cliente que siempre tenía la razón, cuando todos sabemos que tener la razón no sirve para nada.

Hay otra clase de irritación que producen algunos personajes mostrando su bondad con los demás, o diciendo en voz alta ideas que quieren ser cautivadoras pero que producen una sensación de inquietud en quien las escucha de verdad. Se están produciendo en los foros donde más debería reinar la sensatez y el conocimiento, en algunas universidades, en algunos tribunales y en algunos parlamentos. Y si en esos lugares se escuchan semejantes disonancias, ¿qué no ocurrirá en los salones de las casas, donde confluyen, mezclados con los graznidos de los tertulianos la televisión, la opinión del tío, lo que cree la sobrina, lo que dictamina el cuñado, sin que nadie tenga en cuenta la cantidad de irritaciones en cadena que producen al salir de ese recinto llamado hogar?

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