Engáñales. Recúbreles la belleza del aprendizaje con el afeite del juego. Escóndeles la verdadera fruición del conocimiento. Llévales al precipicio en que se despeñarán cuando, acabado el paripé de la secundaria, ese jardín de las delicias en que se ha convertido la enseñanza media, entren de lleno en el espeso bosque del bachillerato. Allí serán los llantos y los rechinares de sus neuronas, incapaces aún de disfrutar como es debido la maravilla del saber. El juego debe reservarse para la calle, para el asueto, para los amigos; tiene su gozo intrínseco, su vivencia particular, que no debe suplantar al gozo y a la vivencia propios de la instrucción académica. Pero tú les educas con el juego, se lo haces todo visual y palpable, y no descubrirán jamás que la delicia del intelecto está en el instante de la comprensión, en el puro descifrar el mensaje abstracto, en el acto de aprehender la palabra sola, el compuesto lingüístico que flota un segundo en el aire portando en sí la clave y la idea, la sustancia y el matiz. Tú no reparas en estas verdades; no te interesan, en realidad: a ti sólo te interesa estar «a la última», que vale tanto, en esta contraenseñanza que caracteriza nuestro tiempo, como seguir ciegamente las modas que vayan surgiendo, no perder comba en la comparación con otros colegios y hacer lo que sea para pescar algún alumno en el caladero agonizante de la demografía.

Con tanto Powerpoint, con tanto vídeo y con tanta recompensa confitada los vas a dejar sin las papilas gustativas de la mente; vas a fabricar universitarios torpes, muy hábiles para los procedimientos electrónicos, muy eficaces en la búsqueda y en el tratamiento de la información, pero nulos en ese plano, más elevado, en que se gesta y se nutre la vocación al estudio, el regocijo del descubrimiento, la curiosidad especulativa, la concepción, siempre trascendente, del propio esfuerzo como servicio a los otros, como entrega de sí, como aportación humilde y como ilusión de utilidad.

Sigue con tu gregarismo; sigue con tu miopía; sigue con ese corporativismo estrafalario que practicas, buscando el calor del claustro, mendigando que te acepten los compañeros, tendiendo la mano, como simio suplicante, a los líderes del grupo, implorando que te integren, que te aprueben, que te den el espaldarazo moderno de la palmadita en la espalda o el aplausito en el Whatsapp, fingiendo una motivación desmesurada, un deseo irrefrenable de trabajar gratis, una histeria educadora, un amor incondicional a la docencia, un delirio publicitario y un ansia desesperada por extender tu instinto paternal a los mastuerzos que te han asignado -y más que hubiera-; sigue dando la barrila con lo de ser todos una piña, alimentando el sentimiento de grupo, esa cohesión e igualamiento en la mediocridad, en la impersonalidad, que tanto se lleva. Sigue con la obsesión por mantener el empleo, poniendo en el centro del colegio al propio colegio, en lugar de a los alumnos.

Conseguirás un hermoso ramillete de blandengues, un manojo de utilitaristas, de caraduras, de perezosos y de ignorantes, bachilleres en petulancia y maestros de la insolencia, pero con la mejor parte del cerebro en barbecho.