El 26- M nos quedamos hasta altas horas esperando los resultados electorales y, tal vez porque ya nos pillaron medio dormidos, entendimos que terminado el escrutinio ya sabíamos quién, cómo y dónde había perdido o ganado.

Hemos necesitado algunas semanas para espabilarnos y reconocer el craso error que cometimos porque las cifras iniciales no demostraban la realidad de unos resultados prácticos conspiciados en la penumbra de los pasillos o los cónclaves prolongados hasta la madrugada y, en consecuencia y por lo que pueda venir, declarémonos de antemano inocentes de las culpas que otros cometieron y, en adelante, puedan y van a cometer. No hay precedentes de que sin que por disciplina de partido o voto de censura que provocara dimisiones hayamos asistido a las acaecidas antes de tomar posesión del cargo ni que el resultado de los sufragios se reduzca al trampolín del que lanzarse con los saltos mortales que sean necesarios para meterse en el agua.

No hemos votado para que eligieran ellos, sino para que nos gobernaran y el fracaso es evidente porque nuestra voluntad expresa se ha tomado por un cheque en blanco sobre el que otros pondrán nombre y cantidades. El segundo desvío está en la finalidad que perseguimos con nuestro voto en tanto se ha utilizado como arma destructiva para eliminar adversarios que por propio y legítimo derecho debieran estar en el lugar para el que les escogimos. El más sangrante ejemplo es el de la Señora Carmena, que con sus 19 concejales electos desaparecen del mapa político de Madrid.

La verdad indiscutible es que el bipartismo persiste, que en este país hay una derecha y una izquierda en cuyo seno se gestan las comparsas capaces de inclinar la balanza a uno u otro lado por intereses capaces de omitir las siglas que los amparan y los argumentos racionales, para retroceder al personalismo.

No hemos visto la lógica, ni la generosidad. Se ha impuesto la locución latina do tu des, equivalente a «todo tiene un precio» y en este mercadeo nosotros somos las víctimas directas de contraprestaciones en las que se exige a toda costa el protagonismo de las minorías exigiendo su nombre en los carteles ni hemos asistido al reconocimiento de los derechos de las mayorías a gobernar ni el respeto de los perdedores con un simple acto permisivo para que puedan hacerlo.

La ciudadanía se pregunta si son necesarias tantas papeletas y tantos aspirantes; si hemos de molestarnos en elegir cuando nos falta garantía. Hemos sido positivos en mostrarnos a favor de uno u otro partido político pero todos ellos se las han arreglado para utilizarnos en contra del que en cada lugar pueda resultar más molesto, como en Andalucía contra el PSOE, o en Catalunya contra el independentismo.

Nosotros ya teníamos el pacto, el del Botànic, un modelo único para un especial electorado que somos nosotros y ha conseguido dar al traste con la corrupción política que nos hizo famosos allende fronteras pero ha sido incapaz de terminar con la incompetencia.

La política se plasma en la forma de administrar los intereses generales y alabamos que se proclame la igualdad o que se persiga la exclusión, pero añoramos la falta de autocrítica con el pésimo funcionamiento de los servicios públicos, tanto autonómicos como municipales, la confusión ideológica que prescinde de la realidad económica obstaculizando las inversiones, incapaz de analizar y corregir los circuitos administrativos para facilitar las prestaciones exigibles en el tiempo debido, la contradicción entre recuperar hospitales y externacionalizar licencias urbanísticas, la confusión entre los antojos y preferencias personales con las necesidades de los ciudadanos.

Porque nadie tiene derecho a decirnos como hemos de vivir, y todos tienen la obligacion de facilitarnos la forma de vida que hemos escogido.

Deberíamos analizar cuántos cargos actuales han desempeñado en la sociedad civil un puesto de trabajo, qué han dado de sí, cuánto han cotizado a la Seguridad Social. Advertir a los jóvenes que su primera obligación es formarse a sí mismos porque la política es aleatoria y han de estar preparados para enfrentarse a un porvenir que no tenga que ver con ella; en otro caso, estaremos alimentando de por vida a los parásitos de la política y aunque alguno llegue a ministro la mayor parte se queda en el camino.