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Butaca de patio

Miguel Hernández

Varias generaciones descubrieron a Miguel Hernández gracias a las canciones de Joan Manuel Serrat ya hacia el final de la dictadura. «Para la libertad sangro, lucho, pervivo, para la libertad». Muchos ya saben cómo sigue la letra.

Hasta entonces apenas unos pocos y atrevidos profesores de literatura habían comenzado a divulgar entre sus alumnos la obra de uno de los poetas en castellano más importantes de la historia. Nacido en Orihuela en 1910 en una familia humilde, pastor en su juventud, formado en buena medida a sí mismo, dotado de un asombroso talento natural para la poesía, ferviente republicano, activo militante comunista durante la Guerra Civil, Miguel Hernández murió a los 31 años en una prisión de Alicante víctima de una tuberculosis agravada por las condiciones de su cautiverio. ¡Quién sabe hasta dónde habría llegado su genio literario si hubiera llegado a viejo en una España democrática! En fin, esa duda nos asalta en tantos y tantos escritores y artistas represaliados por el franquismo. Silenciada o marginada su obra durante décadas, la colosal figura del poeta oriolano fue rescatada con la democracia. Como tantas otras. No consta, además, que las gentes de derechas, salvo excepciones, se preocuparan de leer ni mucho menos de difundir la poesía o el teatro del autor de Vientos del pueblo o El rayo que no cesa. Por ello produce tanto sonrojo, por no decir vergüenza, que dirigentes rancios y conservadores, pese a sus pretendidos aires modernos, utilicen ahora a Hernández como arma arrojadiza para resucitar viejos fantasmas y alegar en una burda falsedad que el poeta no hallaría hoy una editorial valenciana que lo publicara en castellano.

Si Miguel Hernández ya se había removido en su tumba por las declaraciones del líder de Ciudadanos, Toni Cantó, el poeta ha tenido que sufrir durante estos días una segunda muerte a manos de las autoridades de la Universidad de Alicante que han decidido eliminar de su web el nombre de Antonio Luis Baena Tocón, el secretario del consejo de guerra celebrado en 1940 en Madrid que condenó a muerte al poeta. Una condena más tarde conmutada por 30 años de reclusión. Como era de esperar esta medida, con todas las trazas de censura en el ámbito digital, ha despertado las protestas de historiadores y expertos y obligan ahora al rector de Alicante, Manuel Palomar, a reconsiderar su postura. Pero al margen de la barbaridad científica que supone investigar sobre temas históricos sin facilitar los nombres de personas que tuvieron cargos públicos, el caso de Miguel Hernández pone de relieve la necesidad de reivindicar a las verdaderas víctimas. De lo contrario, estaríamos justificando la sentencia contra el poeta, acusado en una cruel paradoja de «adhesión a la rebelión», como todos aquellos que se opusieron al golpe de Estado del 18 de julio de 1936. Sin revanchismos ni deseos de venganza, con el anhelo de justicia y de reparación como reclaman las asociaciones de memoria histórica, habrá que recordar alto y claro que Miguel Hernández se incluye en un lugar destacado en la lista de las víctimas mientras los miembros del consejo de guerra que lo juzgó, incluido Antonio Luis Baena Tocón, figuran en la relación de verdugos.

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