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Relaciones laborales

Una chica que trabaja en un supermercado de barrio me contó que su jefa la castigó tras pillarla llegando a casa cargada con bolsas de otro centro comercial. No tuvieron una charla emotiva en plan «¿por qué nos has traicionado y has decidido ponernos los cuernos con la competencia?», o una entrevista motivacional y enriquecedora del tipo «¿qué podemos hacer para que vuelvas a ilusionarte por nosotros y nuestros productos?». Desde el día en que la responsable le echó el ojo mientras bajaba bolsas rotuladas con el logo de otro supermercado, la chica empezó a sentirse incómoda. Comenzaron las llamadas de atención: por llegar con un minuto de retraso, por ir al baño demasiadas veces o por presuntas quejas de supuestos clientes a quienes jamás les puso cara. El tiempo pasó y los ánimos se calmaron. Ahora, cuando compra en otro comercio, algo que sigue haciendo porque se toma en serio su economía doméstica, aparca en el garaje y descarga el material protegida de posibles miradas inquisitivas. Más allá de la anécdota, el rifirrafe da que pensar. Y es que las relaciones laborales son tan complicadas como las afectivas. Las conclusiones del 'Caso de la compra furtiva' son que la trabajadora no se siente vinculada emocionalmente a la empresa, que la jefa no ganará el premio al liderazgo 2019 y que, seguramente, el buen ambiente laboral brilla por su ausencia. Y, por si esto fuera poco y como consecuencia lógica de todo lo anterior, dudo que los clientes disfruten de una «inolvidable experiencia de compra» (a los gurús del marketing, algunas expresiones se les han ido de las manos).

Las normas de comportamiento de una empresa dicen mucho de ésta. Sobre todo, de su coherencia entre el clima interno y la imagen que quieren proyectar. Me chirrían las especialmente estrictas con la vestimenta que deben llevar sus empleados o la belleza que, básicamente ellas, deben poseer. Algunas sugieren que los trabajadores se abstengan de realizar determinados comentarios en redes, las hay que introducen hábitos de orden y limpieza en horario laboral y otras obligan a los equipos, básicamente a sus directivos, a que acrediten estar al corriente de sus obligaciones tributarias.

En este sentido, parece un chiste que el Papa Francisco haya tenido que reunir a sus embajadores, a los que están en activo y a los jubilados, para hacerles recapacitar sobre las normas de buena conducta. Parecería broma si no fuera porque dirige una institución que propugna valores como la bondad, la generosidad, la solidaridad o la honestidad. Visto así, es una película de miedo. Llama mucho muchísimo la atención que el Sumo Pontífice deba recordar a sus representantes que no tienen que criticarle por la espalda, ni organizar conjuras o unirse a grupos hostiles contra él. Que deben evitar los lujos, no caer en cotilleos, ni dejarse engañar por valores mundanos.

Al igual que damos por sentado que los maestros deben incentivar el aprendizaje, los abogados mantener el secreto profesional o los médicos proteger la salud de sus pacientes, cuesta creer que el Papa se vea en la obligación de tener que llamar al orden y reprender a su equipo directivo por cuestiones tan poco elevadas y tan mundanas como son las murmuraciones de pasillo. Al final, nadie se libra de gestionar Recursos Humanos, aunque estos traten de aparentar ser divinos.

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