En los tiempos antiguos, cuando existía aquello que los clásicos llamaban virtud, era preceptivo rechazar el ser elegido para un cargo público. Se demostraba así que no se tenía ambición ni apego al poder. Catón, por ejemplo, se hacía visitar por los delegados de la República romana, que venían a ofrecerle un cargo, mientras él mismo guiaba los bueyes, arando sus campos. Aquella costumbre de los sobrios romanos, clave de su sentido de la república, pasó luego a los obispos cristianos, y no en vano san Agustín siempre pensó que las virtudes que se requerían para ser buen gobernante en la Iglesia visible eran las mismas que habían demostrado los romanos en el gobierno de su ciudad terrena. La identificación de ese estilo de gobernar, ya en el Estado o en la Iglesia, se vio de la forma más precisa en san Ambrosio, gobernador imperial de Milán y después metropolitano de su iglesia. Cuando se enteró de que los fieles deseaban ofrecerle el puesto de obispo, para resistir su ofrecimiento abandonó la ciudad de incógnito y sólo aceptó el cargo cuando fue descubierto por la multitud y obligado a regresar a Milán. Así impuso la costumbre de resistir los nombramientos entre los obispos de la Iglesia occidental.

En este planteamiento había mucho de retórica, teatralidad y ficción. Sin embargo, nadie podía saltarse la regla. Aquella ritualidad también tenía una parte de verdad. Se afirmaba con ella que, si se llegaba a ejercer el poder, no era consecuencia de una pulsión. Al rechazar al menos una vez el cargo, se dejaba bien claro que no se confundía la noble ambición de ejercer una responsabilidad pública con la libido dominandi. En efecto, el candidato se exponía a que no hubiera una segunda vez. Así que si quería estar seguro de que hacía un servicio a la comunidad, debía exigir que esta se lo pidiera insistentemente. Sólo el juicio sincero de la gente podía romper la igualdad básica de todos y conceder la dignidad del cargo.

Hace mucho que ya no estamos en esos tiempos, desde luego, pero el sentido instintivo de la gente sigue siendo el mismo. Nadie se fía demasiado de quien anhela cargos. Cuanto más sencillo sea un ciudadano, más llevará esta forma de pensar grabada a fuego en su alma. Nadie que quiera representar a esos estratos de población que Maquiavelo llamaba popolo minuto, y que nosotros llamamos «pueblo llano», podrá olvidar este espíritu. Por el contrario, aquéllos que ejercieron con tino y acierto la teatralidad de abandonarlo todo, como hizo en su día Felipe González, y con cierto mimetismo el propio Pedro Sánchez, esos son recompensados con la simpatía de la gente. Por supuesto, hubo cálculo y estrategia en los dos casos, pero lo que la gente rechaza no es tanto que se quiera el poder, sino que se busque de forma ciega. Dejarlo todo como medio de conquistarlo requiere cuanto menos frialdad, temple y en cierto modo desapego, capacidad de correr riesgos. La gente quiere ver esas cualidades en sus políticos, porque son poco abundantes en nuestra sociedad.

En ese juego ha sido cogido Iglesias desde cierta rueda de prensa. Mucho me temo que por ahora es un destino. En efecto, todos los argumentos están a favor de que Podemos entre en el Gobierno. Aquí tanto el PP como C’s son inflexibles. Los mismos que no cesan de demonizar a Iglesias, imponen la necesidad de que Sánchez cuente con sus escaños. Ellos personalizan el veto a Podemos de ciertos sectores sociales, pero al mismo tiempo con su actitud obligan a Sánchez a que dependa de él. Su única aspiración es desgastar al PSOE con la muletilla de que gobierna con la extrema izquierda. Así justifican que ellos gobiernen con la extrema derecha, como si el ideario de VOX fuera conmensurable con el de Podemos. No es así. VOX representa una involución de derechos democráticos, mientras que de Podemos alguien podría decir que deseaba ir demasiado deprisa o demasiado lejos, pero nunca contra la democracia.

Por tanto, nada de coartadas. La cuestión sin embargo es objetiva. El PSOE se resiste a ofrecer una imagen demasiado escorada a la izquierda sentando a Iglesias en el Consejo de Ministros. De un modo u otro, eso sería un gabinete con dos jefes, lo que iría más allá de la proporcionalidad de escaños. Pero Sánchez tampoco puede romper la regla de la democracia. Si se apoya en los votos de Podemos, debe compartir el poder en la proporción adecuada. No obstante, el PSOE tiene derecho a pactar de tal modo que los daños colaterales sean mínimos. No veo aquí un asunto personal. Una parte de la sociedad española demoniza a Iglesias, pero precisamente fue él quien logró la remontada que dio los cuarenta y dos escaños a Podemos. Así que Iglesias no puede abandonar a quienes solo confían en él, ni Sánchez puede dejar de tener en cuenta a quienes en su partido y sus votantes ven que eso significaría escorarse demasiado a la izquierda. Cualquier error en esto, entregaría el próximo gobierno a la derecha.

Aquí es donde entra en juego la vieja virtud republicana. La proporción adecuada hace referencia a políticas y a personas. Por desgracia, en todo este tiempo hemos escuchado de lo segundo y nada de lo primero. En la tradición que tiene a gala la divisa «Programa, Programa, Programa», este no es un buen síntoma. Sin embargo, cuando se forma un gobierno de coalición, se asume que hay que negociarlo todo, y que el socio minoritario no decide nada por su cuenta. Iglesias no puede aceptar que se le demonice, desde luego, pero tampoco debe asumir que lo único legítimo es que él se siente en el Consejo de Ministros. Con la cabeza fría debe evaluar si no ofrecerá una gran victoria a su electorado pactando políticas progresistas y personas adecuadas, sin producir el daño colateral temido por su socio mayoritario.

Todas las partes son conscientes de que Iglesias desea el ministerio para culminar su relato personal. Pero también para algo más. Desde el Gobierno será fácil para Iglesias culminar los planes de transición en la dirección de Podemos. Sin embargo, ministros o ministras de Podemos diferentes de Iglesias tarde o temprano constituirán un polo de poder que tendrá repercusión en la batalla interna. Así que hay poco margen. Iglesias podría negociar no entrar en el Consejo y, como compensación, aumentar el número de cargos de su formación en Moncloa. El problema es que, para ello, tendría que disponer de banquillo suficiente. Pero cuando ha tenido que sustituir a Echenique ha recurrido a Alberto Rodríguez. Esto da una idea de la falta de complejidad interna del Podemos actual y de la dificultad de sustituir a Iglesias por alguien que no solo tenga buena imagen, sino que tenga alguna propia.

Bien mirado, la situación tiene algo de trágica. Por una parte, el PSOE no tiene derecho a negar la entrada de Podemos en el Gobierno. Por otra, nadie resiste la erosión de ser el héroe de su propia causa. Luchar por una posición personal es la mejor manera de perder. Iglesias tendría todavía un futuro si no jugara al «ahora, o nunca» y si mostrara la flexibilidad suficiente como para imaginar más de un final en su carrera. Esa lógica no es propia de un político profesional. Si, en lugar de eso, se comprometiera públicamente con un programa y con personas que no afecten a la batalla interna de Podemos, haría una pedagogía republicana profunda y veraz, callaría mil bocas y mostraría una talla que nadie podría olvidar. Mejoraría la política española y aseguraría que Podemos sea útil al país. No creo que la sociedad española esté preparada para otra cosa. Todo depende de asumir que una historia política relevante no necesita acabar en un Ministerio. Provisionalmente.