Acaba de hacerse público el prestigioso informe FOESSA, conteniendo datos más que preocupantes sobre la situación social de España, como la existencia de 8,5 millones de personas excluidas, representando 1,2 millones más que antes de que comenzara la crisis. Esta cifra supone ya el 18,4% del total de la población y uno de los niveles más altos entre la UE.

El informe destaca, entre otros puntos, «la fatiga a la solidaridad» especialmente de las clases medias, quienes muestran un cierto «cansancio» a seguir manteniendo una actitud de ayuda y solidaridad activa con quienes más lo necesitan. Quizás, sea el momento de preguntarnos el porqué.

Si bien es cierto que el avance de las políticas neoliberales, junto a la extensión de un modelo de sociedad individualista y despersonalizada, sean elementos que tengan también responsabilidad en ello, no es menos cierto que en un país donde la pobreza alcanza a más del 18% de la población y la economía sumergida supone una cuarta parte de su PIB, según prestigiosos centros de estudios económicos, el mantenimiento del Estado recae, sin piedad, fundamentalmente en las clases medias, que además han visto reducida sustancialmente su calidad de vida y su poder adquisitivo durante los duros años de recortes y ajustes vividos.

En el inicio de la crisis y en diferentes trabajos, señalé cómo una parte importante del Estado de Bienestar se sustentaba gracias a las aportaciones de la clase media. Con ingresos estables, aceptables para cubrir las necesidades personales y familiares, con nóminas claras y transparentes, sin opción a ingresos en B, contribuyen mediante sus impuestos al mantenimiento de un sistema que permite financiar servicios esenciales como una educación pública de calidad y gratuita en la edad obligatoria, una estructura sanitaria envidiada en muchos países, un sistema de pensiones garantista tanto para quienes cotizaron como para quienes no lo hicieron, y toda una estructura de servicios sociales dirigidos a atender las necesidades más básicas y acuciantes de las personas.

El problema es que esos mismos ciudadanos que contribuyen, con sus impuestos, durante toda su vida laboral a financiar el sistema de servicios públicos, ven cómo el mismo sistema que sostienen con sus salarios les niega apoyos básicos cuando más lo necesitan.

Para que se entienda mejor, una pareja de trabajadores que quiera llevar a sus hijos a una escuela infantil pública, tendrá que pagar en torno a 200 euros al mes por cada uno de ellos para, posteriormente, en la educación obligatoria, ver cerrada a cal y canto la posibilidad de recibir apoyos en la educación pública de sus hijos a través de becas de comedor, material escolar o transporte, por ejemplo. Y todo ello por percibir ingresos por encima de los contemplados para ser merecedor de ayudas.

Son muchos los casos similares, como el de una mujer, con casi 40 años de trabajo y de cotizaciones a sus espaldas, que tiene una hija brillante en sus estudios y con grandes inquietudes por formarse. Concursó para tener una beca en el extranjero teniendo unas brillantes calificaciones, dignas de ser beneficiaria de esta ayuda. Pero no fue posible porque su sueldo corriente de funcionaria de la Administración era vergonzosamente calificado de «excesivo» para poder optar a una beca, alguien que durante su vida laboral ha cobrado siempre todos sus ingresos en A. Y por supuesto con sus correspondientes deducciones, de alrededor del 20% mensual para el mantenimiento del sistema público, excluyéndola de toda posibilidad de percibir ayudas, a diferencia de otros colectivos que perciben sus ingresos en B.

También conozco el caso de una pareja de jubilados que necesitan medidas urgentes de accesibilidad en su vivienda, algo prioritario para poder seguir viviendo en su entorno y para las cuales, la Administración Pública tiene ayudas para sufragar parte del gasto. Pero claro, ellos, pensionistas de la versión contributiva en A, que con su esfuerzo sostuvieron un sistema durante décadas, ven ahora cómo este mismo sistema les niega el apoyo en algo tan básico y necesario. También tendrán que pagar de su bolsillo el coste íntegro del servicio de teleasistencia que necesitan.

Y por mucho que se empeñen algunos, el problema no son las donaciones de Amancio Ortega, polémica, por cierto, patética, viniendo de un representante público que aspira a no apalancarse en la política y se permite comprarse una casa de 615.000 euros.

En las profesiones de ayuda tenemos una premisa básica y fundamental, como es «cuidar al cuidador». En estos momentos, el sistema redistributivo y el Estado del Bienestar con sus cuatro pilares a la cabeza (sanidad, educación, el sistema de pensiones y los servicios sociales) deberían plantearse, más que nunca, dejar de morder la mano de quienes les dan de comer, que son ni más ni menos que toda esa clase media que lo financia con sus impuestos. Y por ello, es necesario que ésta sienta que merece la pena apostar por la solidaridad, la corresponsabilidad y una redistribución más justa que también les permita recibir una pequeña parte de todo lo que llevan aportando desde hace tiempo. Si esto no sucede, la fractura social será cada vez mayor.