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Matías Vallés

Así con Boris, como con Donald

Si otro escándalo sexual no lo impide, Boris Johnson ascenderá a primer ministro británico. Perdón, si mantiene su actual ritmo de un escándalo sexual mensual, el exalcalde de Londres y antiguo ministro de Exteriores tiene garantizada una cama amplia con dosel en Downing Street. Su biografía se rige por los mismos parámetros que la vida de Donald Trump, ya salió, el emperador planetario que sube en las encuestas al responder a las acusaciones de violación con un escalofriante «no es mi tipo».

Así con Boris como con Donald, el problema no consiste en evitar la promoción de figuras desastrosas, sino en exagerar la presión para obtener un resultado contrario al pretendido. La trituradora mediática no ha modernizado su arenal de tratamientos, por lo que ha puesto en marcha contra el conservador británico los mismos mecanismos denigratorios que lograron elevar a Trump a la Casa Blanca.

«Puedo dispararle a un tío en la Quinta Avenida, y no perdería un voto», predicaba Trump en sus mítines de campaña. En la misma estirpe, Johnson podría tirotear a un perro en Oxford Street sin sacrificar ni un sufragio de los ingleses animalistas. De ahí que resulten contraproducentes las armas de destrucción masiva apuntadas contra su figura. En lo que va de año, el aspirante tory ha sido multado por distorsionar los datos ¡en un artículo de opinión!, publicado en el Daily Telegraph a cambio de miles de euros. También protagonizó un escándalo al omitir propiedades inmobiliarias relevantes en su relación de bienes. Ninguna de estas peripecias ha afectado a su percepción popular.

La sobredosis de inquina permite localizar los artículos escritos contra Johnson sin necesidad de que adjunten la identidad del protagonista. «Es un charlatán que no pronuncia ni una sola palabra verdadera», abofetea una articulista en The Guardian. El ecuánime Le Monde tampoco parpadea al publicar un editorial bajo el encabezamiento de «¿Boris Johnson al frente del Reino Unido? No, gracias». Es un texto beligerante impropio de la trayectoria, tipografía y puntuación ortográfica del rotativo parisino. También contribuye a un objetivo contrario a las intenciones de su autor.

Cuando la primera ministra escocesa Nicola Sturgeon señala que «le falta integridad y competencia», podría referirse indistintamente a los dos protagonistas de este artículo, aunque le habían preguntado por su todavía compatriota. En cualquier caso, la ausencia de ambas cualidades define al candidato ideal para los tiempos que corren. No es de extrañar que la perplejidad de los analistas inspire ataques desaforados. La estirpe de Trump ha sido letal para los asesores de comunicación, spin doctors, jefes de prensa y demás correctores del color de las corbatas que creían controlar el reglamento de la comunicación política.

Trump lleva años auspiciando la carrera de su protegido «inglés», porque el presidente estadounidense desaprueba el topónimo «británico». Ha anotado que «creo que sería un gran primer ministro, tiene lo que se necesita», y mejor no demandar mayores precisiones sobre los requisitos que adornan al posible sucesor de Theresa May, un político que compite en idiosincrasia capilar con su patrocinador. De consumarse la proclamación a cargo de las bases del Partido Conservador, el profesor Larry Diamond dispondrá de otro gobernante a quien tildar de «autócrata». Se trata de nuevo de un término desmesurado, hasta los acreditados docentes de Stanford traicionan la formalidad de sus enfoques en cuanto se enfrentan al magnate.

Hermanados en su destino político, Trump y Johnson no comparten la extracción cultural. El hijo de un constructor, forjado en el ring de la televisión, contrasta con el joven despeinado que cautivaba a sus contemporáneos en el Club de Debates de Oxford. El candidato a Downing Street exhibe la arrogancia intelectual de sus orígenes. Pertenece a la élite cosmopolita de su país, aunque se batió acertadamente para forzar la salida del Reino Unido de la Unión Europea, en una caravana basada en el falso enunciado de que el Reino Unido aportaba quinientos millones de euros semanales a los parásitos del sur del continente.

Aunque las descalificaciones compartidas por Trump y Johnson alimentan la trayectoria del segundo, el candidato se negó a la entrevista personal que le ofreció el presidente estadounidense, en su visita este mes al Reino Unido. Esgrimiendo la débil excusa de un compromiso electoral, el acto con cámaras se vio reducido a una «productiva» conversación telefónica de veinte minutos. Son tan parecidos que no les conviene aparecer juntos, para apaciguar el espectro de la indiscernibilidad. Ahora bien, incluso los enemigos más acentuados de Boris Johnson deberán reconocer que es capaz de escribir este artículo en latín. Es el fruto singular de una excelente educación uniformadora.

Un triunfo del fútbol, no de la mujer

Las mujeres dominan el humor negro contemporáneo, según se comprobaba por partida doble y con crudeza el año pasado en ‘El espía que me plantó’. Persuadida de que la igualdad debe propiciarse en las arenas más insospechadas, Kate McKinnon le predica a Mila Kunis que «las mujeres también podemos ser terroristas. Podemos hacer cualquier cosa que nos propongamos». Lo cual plantea si debe considerarse deseable la exploración de todas las actividades previamente holladas hegemónicamente por el varón.

El futbolista de élite solo habita un par de escalones morales por encima del dinamitero, en la voluntad de retorcer a la sociedad al servicio de sus arbitrariedades y privilegios. En su concepción actual, el fútbol es el Gran Satán de la civilización, por tomarle prestada la denominación al pacífico Jomeini. En sus figuras más acentuadas, el balón funciona como una escuela de criminales fiscales, un laboratorio de partidos amañados, un sumidero de magnates que blanquean sus fortunas. Por no hablar del fanatismo tóxico, que se traduce periódicamente en una carnicería. En suma, un templo de la civilización a imitar.

Este dechado de vicios lastraba tradicionalmente a un único sexo, pero el planeta gobernado por el balompié celebra hoy la ampliación de sus premisas a la otra mitad de la humanidad. Se trata de un triunfo del fútbol, pero no necesariamente de la mujer. Al igual que ocurre siempre que se entromete Don Balón, se presume que solo esta disciplina acreditará una igualdad efectiva. No se arrincona al hombre, sino a otros deportes que ya empezaban a ser conquistados sin discriminaciones.

Quienes nacimos al deporte femenino contemplando las exhibiciones pitagóricas de Martina Navratilova, padecemos el declive deportivo y afectivo del tenis femenino. En concreto, cuando las propias espectadoras reniegan de la raqueta porque han sido absorbidas por el deporte tirano. Por algo llaman ‘soccer moms’ a las madres involucradas en la carrera deportiva de su progenie, aunque sus hijas practiquen disciplinas distintas del fútbol. El énfasis actual no trata de democratizar el acceso a las distintas variedades, sino de afianzar la preeminencia del deporte rey. O reina.

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