Los europeos tenemos que agradecer a los Estados Unidos de América su participación en la Segunda Guerra mundial pues, en otro caso, probablemente, no nos hubiéramos podido librar de Hitler. Igualmente puede comprenderse, aunque no se comparta, que Europa fuera utilizada como un instrumento de EE UU en la guerra fría librada con la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas durante más de cuarenta años.

La pertinaz estupidez de los europeos durante la primera mitad del siglo XX, enzarzándose en dos grandes guerras, sigue teniendo consecuencias para nosotros los europeos. De ser los estados europeos líderes del mundo se convirtieron en la segunda mitad del siglo XX en un conjunto de estados secundarios, aunque algunos de ellos sean miembros natos del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, en las que, salvo contadas excepciones, no han hecho sino secundar las estrategias de EEUU.

EEUU se resiste a perder la hegemonía de la que ha disfrutado desde la Segunda guerra mundial en el mundo occidental, que le disputara la URSS hasta su extinción. Ahora, Rusia y China le discuten la supremacía a EE UU que, en manos de Trump, se ha convertido en una potencia fuera de control que arremete a diestro y siniestro y que se crea enemigos allí donde había amigos. Todos los imperios, hasta la fecha, han tenido un principio y un final, y EEUU no será diferente a los imperios globales que le han precedido.

Con la presidencia de Obama parecía que se había inaugurado una nueva época, la del multilateralismo, es decir, el reconocimiento de que en el escenario mundial junto a EEUU se reconocían otros actores globales: Rusia, China, la Unión Europea y algunos otros grandes estados emergentes con los que había que negociar y no imponer. Pero se ha tratado de un espejismo desbaratado con la llegada de Trump, un personaje más parecido a un matón de bar del Oeste americano que a un representante de una democracia avanzada consciente de las transformaciones que están teniendo lugar en el mundo.

Trump no parece ser capaz de diferenciar a los amigos de los adversarios y, lejos de intentar practicar una política internacional de conciliación de intereses, parece decidido a crear tensiones y conflictos por todas partes. La Unión Europea es uno de los objetivos que ha puesto en su diana. Desde su llegada a la Casa Blanca no ha hecho otra cosa que apoyar abiertamente a los que tienen entre sus planes deteriorar o liquidar la Unión Europea. Y en una cadena de declaraciones irresponsables ha animado, y sigue animando, al Reino Unido a que abandone la Unión Europea de manera drástica mediante un Brexit duro, y que los británicos no paguen la factura que corresponde a su salida de la Unión.

Parecería que volvemos a una nueva modalidad de guerra fría en la que EEUU exige la pleitesía de la Unión Europea y sus estados miembros. Una muestra palpable ha sido la exigencia de EEUU de que la Unión Europea subordine sus planes de defensa y armamentísticos a los designios del Pentágono. Trump y la mayoría de los grupos de presión norteamericanos, en especial los fabricantes de armas, rechazan que Europa pueda librarse de la tutela estadounidense ocupando el lugar que, al margen de la OTAN, le corresponde a la altura de su importancia económica, demográfica y de sus intereses en el mundo, que comienzan a ser bien diferentes a los de los EEUU. Al contrario, lo que persigue EEUU es que los Estados miembros de la Unión Europea sigan bajo su tutela. Y esta pretensión debe ser rechazada con firmeza por la Unión Europea, aunque sin actuar a la recíproca considerando a los EE UU como un enemigo.

Trump, lamentablemente, no está solo. Tanto en Europa como en América tiene imitadores de éxito. Y, además, está siendo auxiliado eficazmente por el Reino Unido que ha conseguido lo que nunca debieran haber permitido los jefes de Estado y de Gobierno de los 27 Estados miembros; que el Reino Unido desde hace más de tres años esté yéndose de la Unión sin irse.

Hace ya muchos años que puede apreciarse que la ampliación de la Unión Europea a los Estados que habían estado sometidos a la Unión Soviética fue apresurada. No hay más que ver la bajísima participación de la mayoría de los ciudadanos de esos países en las elecciones recientes al Parlamento Europeo para comprobar que, para la mayoría de los ciudadanos de dichos países, y desde luego para algunos de sus gobernantes (Polonia, República Checa, Hungría, entre otros) la Unión Europea es una fuente gratuita de financiación a la que se ponen constantes obstáculos, y en la que violan con demasiada frecuencia los derechos fundamentales y libertades públicas proclamadas en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea.

Pese a todos los problemas que tenemos, la Unión Europea es una organización que debe seguir creciendo, que debe seguir derribando las fronteras físicas, económicas, sociales y culturales levantadas por los nacionalismos y populismos. La Unión Europea debe seguir hacia delante, hacia una federación de estados. Y, si para ello hay que prescindir de los Estados miembros en los que el nacionalismo y populismo excluyentes parece haberse acantonado; no debe descartarse la refundación de una nueva Unión Europea con los Estados cuyos ciudadanos estén de acuerdo mayoritariamente en dar pasos hacia delante en la construcción europea. Esta no es una idea nueva, pero sigue siendo una idea irrealizada a la que no debemos renunciar.

En una época en la que el déficit de estadistas es alarmante, resulta difícil pensar que los líderes de los partidos gobernantes en Europa sean capaces de reconocer lo que es evidente: Ningún estado europeo, ni siquiera Alemania o Francia, tiene futuro en un mundo globalizado, en que solo las grandes potencias tienen y tendrán la oportunidad de defender eficazmente a sus ciudadanos. Esta es la misión fundamental de la Unión y de los Estados miembros: la defensa de los intereses de los ciudadanos europeos mirando hacia el futuro sin perder de vista el presente. En una ocasión, poco después de la fundación de la Unión Europea, le dijo Jean Monnet a Valéry Giscard d´Estaing: Ud. lo ha entendido, Francia es demasiado pequeña para solucionar sola sus problemas.

En la nueva legislatura europea, que se inicia el 2 de julio, los líderes de los Estados miembros tendrán la oportunidad de demostrarnos si han comprendido la lección de Monnet.