Nadie lo expresó como Rainer Maria Rilke: «La verdadera patria del hombre es la infancia». Y lo mejor de la infancia fueron siempre, sin duda, las vacaciones, ese espacio eterno donde el tiempo no importaba. Los juegos en la calle, las calles que convertimos en nuestra vida, la vida creada en miniaturas a partir de montones de arena y soldaditos de plástico del carrito de la esquina… No nos hacía falta mucho más, sobre todo en aquella época donde las carencias eran tan generales que un palo de escoba era un caballo o una espada, una piedra se convertía en el poste de una portería y cualquier cubo viejo era un casco. En la arena húmeda de un edificio en construcción levantábamos un universo de túneles, carreteras y montañas. Luego, arrodillados a un palmo del soldadito, todo cobraba una dimensión enorme. Reproducíamos batallas vistas en el cine o en los tebeos de cinco pesetas, donde los indios siempre eran los otros y las chicas se morían por un beso. Un segundo después, el grito de mamá nos devolvía al presente: «¡A comer!». Regresábamos así de una batalla donde las horas pasaban sin darnos cuenta, una batalla que, luego lo entendimos (mi amigo Joaquín Juan Penalva lo define muy bien), nos conducía a la derrota final. Por la noche, agotados, soñábamos con regresar a ese montón de arena. Pero ya no estaba. Y era como si nos hubieran quitado nuestra casa o una parte de nuestro endeble cuerpo. El túnel estaba destrozado; la arena se había mezclado con cemento o cal. Los cimientos sobre los que construimos nuestros sueños se habían convertido finalmente en un edificio.

Y hoy ese edificio, el que ilustra este artículo, me lleva de vuelta a la infancia. Paradójico. El edificio Jordi era el punto de referencia cuando iba con mi familia a la playa de Sant Joan. Extendíamos un mar de toallas y siempre les decía lo mismo a mis hijos: «estamos frente al edificio Jordi». Y así nadie se perdía. Tampoco yo. Hoy leo un grafiti en la fachada, apenas visible: «Conserva tus sueños». Y parece que alguien (el edificio, la conciencia de otro ser humano que piensa y vivió lo que yo pienso y viví…) me lo dice a mí mismo. Conserva tus sueños, Jesús.

Pero ¿cuáles son esos sueños? Décadas después, paso por delante de la casa de mi infancia y aún la siento como mía, entrañablemente mía. Todavía puedo oler la tierra mojada de la calle, puedo escuchar el chapoteo que hacía el agua dentro de los cubos, cuando las mamás de mis amigos o la mía limpiaban la calle, puedo notar la arena entre los dedos. O el sabor de la sal caliente de mi Novelda querida cuando me bañaba en el Clot.

Años después, imaginé, entre la bruma de ese calor y mis ojos nublados por la sal, que una silueta aparecía en la torre de tres picos: un rockero con su guitarra, en éxtasis, liberando sus sueños al cielo. Sin testigos, él solo, con esa explosión de rebeldía y afirmación que gritaba a los cuatro vientos: ¡Basta! Soy yo, soy así. Me querían cambiar, pero se acabó. Estoy aquí, con mi guitarra, en la torre, divisando el valle y nadie podrá cambiarme nunca.

Conservé ese sueño en mi cabeza durante mucho tiempo, hasta que supe que era Mariano. Y entonces brotó, como de la tierra, nuestro Sueños de sal. El mensaje que leo hoy en el edificio Jordi es el que caló hace años en mí: conserva tus sueños. Y de la memoria de las cosas imposibles y las ilusiones perdidas, de lo que quisimos ser y no fuimos, salió una locura, que la suerte quiso convertir en cabeza de pintor y recuerdo de poeta.

Está claro que la vida te lleva a veces a lugares que no son tuyos, pero un día renace ese sueño que creías olvidado y, entonces, como el guitarrista de mi sueño, dices basta. Y subes a una torre y tocas la guitarra. Y el mundo se detiene en un instante y llega la felicidad máxima. Parecerá una tontería, pero es la realidad. Que nada te cambie. Vive tus sueños. Es una de las frases que tengo tatuadas en el cuerpo, grabadas a fuego en la memoria. Así quiero seguir: viviendo mis sueños. Hasta la derrota final.