Estas últimas semanas he explicado mi decisión de apartarme de la política institucional. También he apuntado lo que ha supuesto mi paso por el Consell del Botànic. Lo que me importa ahora, que reinicio las colaboraciones periodísticas, es destacar otro aspecto particular de mi travesía vital, inevitablemente unida a la política. Un poco de historia: comencé a publicar sistemáticamente, acogido a la generosidad de Información de Alicante, al poco de abandonar el Congreso de los Diputados, hace casi 20 años. Ese primer artículo se tituló El precio de la ambición, un verso del Julio César de Shakespeare, dicho por uno de los asesinos del patricio para añadir que tal precio estaba pagado. El significado de esa elección se resume así: estuve y estoy convencido de que alguna clase de ambición es inherente a la tarea del político. Que esa ambición sea compatible con un impulso ético, y hasta virtuoso y ejemplar, no es contradictorio: lo ambicionado es muy diverso y casi nunca químicamente puro. En mi caso, cuando entré en el Congreso, en 1996, era consciente de haber satisfecho una ambición. La ambición podría decir. Podría haber otros caminos que recorrer u otras metas que alcanzar; pero el hecho fundamental, el que, al menos entonces, calmaba el impulso se consumaba allí. Esta experiencia, íntimamente ligada a otras esenciales en una vida cosida a lo cívico, nunca me ha abandonado. Es más: en periodos en que parecía que ni la política ni el compromiso ciudadano merecían la pena porque todo se había vuelto del color del fango, saber que había pagado y cobrado en un mismo gesto el precio de la ambición me sirvió para escapar de la resignación, para atreverme a salir de patios confortables para determinarme a cometer nuevos viajes, nuevos errores.

Años después, cuando algunas cosas estaban cambiando con la dureza brutal de la crisis, el saber cobrada la ambición, me exigió volver a la militancia partidista: consideré una obligación moral reinvertir socialmente aquellos afanes. Porqué me incliné por Compromis lo expliqué en su momento. Tampoco insistiré en que, llegada la invitación a formar parte del Consell, esa misma lógica me impidiera rechazarla. Ambición otra vez. Pero ambición distinta: no perseguida, depurada por la edad y los signos de los tiempos, tan distintos de aquellos relativamente plácidos de 1996. Ambición empeñada en contribuir a enderezar una Comunitat desarbolada, a la vez, por no soportar su mirada en el espejo de la Historia y, al mismo tiempo, desesperanzada ante la posibilidad de un cambio radical. De esa tensión habrá que hablar algún día. Mi ambición se divierte imaginando que ya estará en las aulas el historiador que indague en estas cosas.

Pero la experiencia de un legislador es distinta de la del integrante del Ejecutivo -mi breve y juvenil actuación como concejal o las horas de trabajo orgánico no cuentan a este efecto-. Quizá entender esto nos librara de desagradables diatribas y de pesadillas enquistadas en el imaginario colectivo, entregado, animado a ello por influencers de lo estúpido, a la tarea de amontonar sobre la política toda desdicha, todo insulto, toda rabia almacenada. No me lamento por lo que se cree comúnmente que es la política y que alimenta tanto chiste. Me lamento por la democracia, ultrajada más allá de toda razón, y para la que carecemos de recambio. Parece que demasiados (i)rresponsables no saben distinguir cuando se pasa del vodevil de la política al réquiem de la democracia.

Estas constataciones, encadenadas al hilo de muchas reuniones del Consell y de las Corts, de encuentros con asociaciones, de sometimiento a protocolos innumerables, de lecturas de informes escritos en los términos más incomprensibles y de descubrimientos y conversaciones con gente interesante, estas constataciones, digo, se resumen en una afirmación que puede amedrentar al político con cierta afición a la reflexión: los políticos, como de otras cosas dijera Machado, no están llamados a ser «ingrávidos y gentiles». La atracción de la realidad sobrepasa la gravedad de lo cotidiano, la urgencia de las demandas desborda los equilibrios normales y las presiones -sean útiles o no- y la frivolización de lo que son verdades esenciales, sumado al escarnio al que se siente sometido, destrozan su ánimo de gentileza. El político debe acudir a la toma de posesión sabiéndolo. Y curtirse y aprender y rodearse de magníficos asesores -tan criticados por una prensa leal a la demagogia-. Ni ingrávido ni gentil. De lo contrario pervertirá su función y a fuerza de zalamerías caerá en alguna variante de inutilidad populista. No invito, por supuesto, a la antipatía, pues el gobernado también tiene derecho a la buena educación y hasta a la elegancia. Del que desconfío es del político que todo puede prometer, del que se instala en la ideología abstracta para no pensar en los medios, del ebrio de sus propias palabras.

¿Es esto posible sin abonar un precio? No lo es. Y un precio mayor que el que se paga por la ambición. El precio es que el político no puede dudar. La duda paraliza, la duda confunde, la duda es enemiga de los más vulnerables y del avance de las ideas más renovadoras. La duda es la esencia de la ciudadanía igual, que la decisión rápida es cosa del gobernante. O al menos lo es ahora, con la crisis de la democracia deliberativa, con las prisas de las redes y el plebiscito permanente del «me gusta/no me gusta». Cómo sobrevivir a tanta sobredosis de certidumbre sin abdicar de la curiosidad intelectual es uno de los grandes retos, quizá el mayor, de los políticos actuales. Y de la democracia en su conjunto. No sé si he sabido manejarme bien con estos asuntos. Pero no tengo ninguna duda de que, en caso de duda, siempre me decanté por decidir en lugar de mantener la duda como programa de actuación. Perdóneseme el juego de palabras. Pero con la misma rotundidad manifiesto mi gozo por regresar a la duda. A la duda que habita en el silencio. A la duda alimentada por lecturas y contrastada en debates. A la duda que nada tiene de lujo, sino de raíz de modernidad. Necesito un paseo por la incredulidad, por un renovado escepticismo. Weber, en escrito famoso, sostuvo que la esencia de la ética del científico es la convicción y la del político la responsabilidad. Quizá convenga matizar que en nuestra época eso puede reformularse como ética de la duda y ética de la certidumbre. Porque eso tiene que ver con la crisis de la imaginación democràtica y la destrucción de una opinión pública con pretensiones ilustradas.

Que nadie interprete esto como pesimismo. Regreso a la duda con más optimismo que el día que entré al Consell: es posible gobernar y reformar con energia, pese a la estrechez de medios. Pero mi edad no tolera desaprovechar reflexiones y experiencias. Aquella serie de artículos que comenzaron con el precio de mi ambición tuvieron como lema general «La plaza y el palacio», una expresión de Maquiavelo muy útil para entender lo que hay de diferente y, a la vez, próximo, contiguo, entre los dos lugares de la democracia. Retomo la idea. He salido del palacio, que no es el mismo que aquel en el que entré hace cuatro años. Retorno a la plaza de la duda: tampoco es la misma.