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Comercializar con la salud

Somos un puntito de nada. Uno más dentro de la inmensidad del «público objetivo». La gran mayoría de marcas y empresas nos ven como clientes potenciales (entiéndase como una cartera abierta) y no como personas con cara, ojos y, sobre todo, sentimientos. No les interesamos demasiado como individuos. Somos masa. Y ya está. No soy nadie para la compañía telefónica de la cual me di de baja hace años, harta de su pésima atención al cliente. Si fuera «alguien» para ella, dejaría de machacarme con ofertas «inigualables». Está claro que se ha olvidado de nuestro rifirrafe y de mis aclaraciones posteriores sobre por qué me niego a volver a contratar sus servicios. Mi desencanto le da exactamente igual. A mi compañía de seguros también le importo un pimiento. Si no fuera así, no habría decidido subirme la prima casi 80 euros porque he sufrido tres siniestros en los últimos quince años, dos de ellos sin ser responsabilidad mía. He intentado hablar con alguien, pero en vano. Cosas de la robotización. De momento, mi dignidad me impide llorarle a una máquina, aunque todo se andará.

Los popes del marketing saben mucho de venta cruzada y sobre eso de machacar al consumidor, pero es un tipo de relación cansina. Es como tener un amante autómata entre las sábanas, o uno que trata de descubrir con tiento qué te gusta y qué te aburre. El primero va a cumplir con el expediente, mientras que el segundo pone a la persona en el centro de su estrategia. Merecemos los segundos, aunque sufrimos el acoso de los primeros: bancos, empresas de luz o de telefonía. Nos hemos acostumbrado a ser carne de cañón para esos agentes, pero me asombra que la sanidad privada también se suba a ese carro.

La atención telefónica se ha despersonalizado. Quien te atiende no sabe si el especialista a quien quieres ver es endocrino, psiquiatra o ginecólogo. Tampoco te queda muy claro a qué centro hospitalario debes acudir, porque las clínicas ya pertenecen a multinacionales que, a su vez, disponen de múltiples sucursales de inmensas recepciones en donde el paciente, que siempre va con el miedo metido en el cuerpo, se pierde nada más entrar. Ahora, que somos solo números, puedes visitar, por ejemplo, a un ginecólogo y, mientras esperas para firmar el talón, habrás recibido información sobre un posible tratamiento reductor de barriga postparto o lo último en láser para borrar las manchas de la piel. O, cuando visitas al dermatólogo para revisarte los lunares, saldrás con la convicción de que tu cara acabará con la piel de una uva pasa porque has desestimado el ofertón para lucir un aspecto más rejuvenecido, gracias a las últimas técnicas a base de células madre. Aún recuerdo al médico de urgencias que, mientras inmovilizaba el tobillo de una amiga, le decía que, en su opinión, solo necesitaba reposo y sentido común. «Pero, claro, aquí tenemos la consigna de hacer radiografías, vendar y concertar citas con el especialista», se quejaba.

Demasiadas prisas, demasiadas pruebas, diagnósticos y demasiada sensación de que algunos modelos sanitarios nos tratan como carteras abiertas y no como pacientes con cara, ojos, vulnerabilidades y, sobre todo, miedos. Las personas no deberían ser tratadas como cualquier otro proveedor dispuesto a engrosar la cuenta de resultados del negocio de la salud.

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