De un tiempo a esta parte, viene observándose una peligrosa invisibilización de las mujeres en los estamentos administrativos y académicos; bien sea esto debido a la moda o a la mala fe, las consecuencias son preocupantes, pues cada vez más los asuntos que atañen a las mujeres se inscriben bajo el epígrafe de la diversidad o de la inclusión. Un ejemplo palpable de ello lo tenemos en el recién presentado organigrama de la Conselleria de Igualdad y Políticas Inclusivas, en la que se establece una Secretaria Autonómica de Igualdad y Diversidad, con cuatro direcciones generales: Igualdad y Diversidad, Diversidad Funcional y Salud Mental, Personas Mayores e Institut Valencià de les Dones.

Las mujeres no somos un sector marginal que necesite inclusión, ni una discapacidad, ni un subgrupo dentro de la diversidad sexual. Somos más de la mitad de la población, sufriendo no una mera discriminación, sino una desigualdad estructural económica, social y cultural, una brecha salarial y simbólica, una violencia específica. Ha costado mucho mostrar esto y que las mujeres dejaran de ser una instancia borrosa dentro de los servicios sociales o de la familia, lograr la visibilidad en consejerías de la mujer, departamentos de estudios de la mujer, o incluso con la creación de un espacio específico en la ONU: ONU Mujeres. He costado mucho para ahora volver a estar invisibilizadas, disminuidas bajo el marchamo de la «diversidad». Porque no es lo mismo etiquetar un área de «Igualdad» y desarrollar su contenido con diversos colectivos vulnerables, entre los cuales se sitúa como uno más a las mujeres, que especificar claramente la gestión de la «igualdad entre mujeres y hombres».

Cuando hablamos de diversidad, y no hemos resuelto la desigualdad estructural entre hombres y mujeres en la que todavía se asienta nuestra sociedad, más que solventarla, estamos contribuyendo a hacerla difusa y a perpetuarla. Y no se trata de un mero etiquetado administrativo, sino de una verdadera relegación, porque muchas de las iniciativas que debían ser prioritarias y con capacidad de aglutinar diversas áreas laborales, sanitarias, educativas, culturales, solo se pueden vehicular entre subvenciones a la «igualdad en la diversidad» en competencia con colectivos discriminados o bajo el epígrafe de «inclusividad». Se trata justo de lo contrario. Una política efectiva que luchara verdaderamente contra la desigualdad entre mujeres y hombres debería ostentar un rango de conselleria, o de ministerio en su caso, que tuviera competencias de coordinación con las diversas consejerías, concejalías, departamentos…, de economía, servicios sociales, sanidad, educación, cultura, urbanismo, policía, justicia… Solo así avanzaríamos.

Diversidad, inclusión, transversalidad, género…, términos propuestos en principio para lograr la igualdad y la emancipación se están convirtiendo para las mujeres en trampas que las ocultan. Los departamentos universitarios que comenzaron siendo de Estudios sobre la Mujer, pasaron a denominarse Estudios de Género, y después de Género y Sexualidades, o de Diversidad Sexual. Sencillamente: no es lo mismo. Cada colectivo deber tener políticas específicas; en otro caso, la inclusión en el melting pot de la diversidad es una traición a cada uno de ellos.

Cuando apostamos por la pluralidad de los géneros, seguir hablando de «perspectiva de género», «igualdad de género» o «violencia de género» se torna confuso y coartada de inoperancia. Debemos volver a llamar a las cosas por su nombre y decir «igualdad entre mujeres y hombres», o «violencia contra las mujeres», si es que queremos referirnos a ello; otra cosa es que nos parezca más cool y postmoderno nadar en la ambigüedad, pero esto, sepámoslo de una vez, representa una trampa para el avance de los derechos de las mujeres, y por lo tanto, no es progresista, sino reaccionario.