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Las buenas maneras

Las buenas maneras son sutiles: devolver los libros, ceder un asiento o mirar a los ojos cuando te hablan. Gestos ínfimos con impacto. La mala educación es grandilocuente. Y también tiene impacto. Demasiado grande.

La buena educación es la aliada para la convivencia. Una herramienta, quizás la más efectiva, para mostrar respeto hacia los demás. Actitud básica y sobre la que se sustenta cualquier relación que se precie. Salvo alguna excepción, si respetas serás respetado y ser educado mejora cualquier situación. Siempre. La mala educación es como una bomba fétida. En cuanto se suelta, se expande por todos los rincones. Y, desgraciadamente, provoca un efecto alud. Si sacas el dedo palabrota, el de al lado te sacará los dos. Si insultas, el de al lado querrá darte un bofetón.

La carretera es perfecta para testar la urbanidad. Por las veces que te pares en un paso de peatones, cedas el paso o dejes de acelerar para bloquear la salida de un coche, te conocerán. No sé de nadie a quien le haya salido un sarpullido por dar los «buenos días» al entrar en el vestuario del gimnasio. O en la consulta del médico, o en cualquier otro habitáculo. Saludar está infravalorado. Ceder el asiento en el bus a una persona mayor o, simplemente, a alguien que, por cualquier razón, lo necesita más que tú (va cargado, lleva un carrito o está cansado) debería ser una obligación. Igual que no poner los pies en el asiento de delante. Es simple: zapatos en el suelo, trasero en el asiento.

Los libros prestados deben ser devueltos. Al igual que los CD. Vale, ahora ya nadie los compra, pero hubo una época en que sí y a ella me remito. No es correcto obligar al prestador a pasar por el trago de recordarte que tienes algo que es suyo. Úsalo y devuélvelo.

Tal y como nos enseñaron, a las personas hay que mirarles a la cara cuando están hablando. En ningún caso, la pantalla del móvil sustituye a los ojos del interlocutor. Hay que honrar a los mayores. Algún día, con suerte, también lo seremos nosotros. Y, casi seguro, que nos gustará que nos traten con el respeto que merece una vida vivida.

Hay que dejar salir antes de entrar, usar el por favor, ayudar a llevar las bolsas de la compra, recoger las cacas de tu perro, aguantar la puerta, no gritar, saber pedir perdón y dar las gracias por la comida. Alguien que ha invertido su tiempo preparándola merece un reconocimiento y, salvo que sea un parrillero argentino que cocina mientras el resto come, es conveniente no llevarse el tenedor a la boca hasta que el cocinero se sienta en la mesa. A estas alturas de la película, no mimar el medio ambiente es una grosería. Y negar el cambio climático es de ignorantes.

La diferencia entre estar con alguien educado y un descortés tiene efectos sobre la calidad de vida. Pero si se trata de alguien con responsabilidad pública, los efectos devastadores pasan a las siguientes generaciones. Basta pensar en Trump o en Salvini para sentir náuseas. Aunque aquí, demasiado cerca, un partido de extrema derecha no dejó pasar la oportunidad de lanzar un tuit llamando al «jefe» de Ciudadanos «acojonado, sinvergüenza» y que dejara de «lamerle el culo a Macron».

Entran ganas de llorar. La justificación a tal despropósito llegó y la culpa pasó a ser del becario en prácticas. ¡Se me olvidaba! La buena educación pasa, también, por asumir responsabilidades y no echar balones fuera.

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