Al oír por primera vez, Cançao do mar, popularizada en todo el mundo gracias al film, Las dos caras de la verdad, en su versión original, Primal Fear, interpretada por Richard Gere, no pensé poder escucharla, cantada por Dulce Pontes, en la Fira de Juliol, de València. Desde entonces la música de Dulce Pontes ha acompañado mi afecto nunca ocultado por Portugal, país hermano, del que diría con el gran Fernando de Pessoa, «eu amo tudo o que foi; tudo o que já nâo é», amo todo lo que fue, todo lo que ya no es.

Compartimos con ellos península y océanos -desde el Tratado de Tordesillas, ya en 1494- e incluso llegamos a circunnavegar el mundo con navegantes, que se sucedieron en la aventura, como Juan Sebastián Elcano y Fernando de Magallanes. Es admiración, ante la idea, que transmite Fernando de Pessoa, de que sueñan con que la tierra es toda una, y por la apuesta de José Saramago por reencontrarnos, de nuevo, políticamente juntos en un futuro ibérico. Lejos de desconfianzas, como la que se corresponde con la repetida, irónicamente, desde Portugal, «de Espanha, nem bon vento, nem bon casamento».

Arribar, llegar a Lisboa, a sus calles quietas donde ninguno pasa cuando la sombra del poeta de repente nos abraza. Es la decadente modernidad de Portugal que se nos hace presente. Son sus calles, son sus gentes. Su cielo abierto, su luz clara, su mar de rio. Su saudade que nos vincula con el pasado. Y entonces llegamos a comprender el fado, el fatum, que es como el destino, la melancolía que saluda entre tristeza y añoranza, ese sentimiento de saudade.

El fado de Dulce Pontes cuando canta, Lágrima, de Amália Rodrigues, «se eu soubesse, que morrendo, tu ma havias de chorar; por una lágrima, por una lágrima tua, que alegría, me deixaria matar». Sobra, entiendo, la traducción castellana, pues cuando se trata de emociones, el fado mejor expresa, en portugués, todo su fatalismo vital. O cuando repasa, hermosas melodías de la vida cotidiana de Portugal y de sus pobladores. Como en, Povo que lavas no rio, «povo eu te pertenço, tive a mesma condiçao, há-de haver quem te defenda». O también en, Os indios da Meia Praia, «tu trabalhas tudo o ano, pois nada apaga a nobreza, dos indios da Meia Praia».

Hoy, en Portugal, ante tantos avatares económicos, nadie está seguro sobre el futuro que les espera. Pero sí saben que la música del fado, incluido por la UNESCO como patrimonio cultural inmaterial de la humanidad junto a la muixeranga de Algemesí, continúa acompañándoles, y cantan, a la esperanza y el saudade, en un sentimiento de melancolía irrefrenable que entronca, como nosotros, con el pasado de ambos pueblos, y encuentra su expresión más vital en la fraternidad de sus gentes.