Según las encuestas, tras el paro, los políticos son considerados como el segundo problema más importante de España. Pero ellos ni se inmutan. Hace ya tiempo que su máxima prioridad son ellos mismos, luego su partido y, en última instancia, la gente, sus electores. Una degradación de los líderes que atañe al perfil de su formación, a su talante moral, a su escasa generosidad y discutible sentido democrático. Muchos, si pudiéramos, los tiraríamos a todos y los sustituiríamos por ciudadanos normales sin ambiciones de trepar y perpetuarse, con vocación de servicio público y escaso ego. Ciudadanos que priorizaran el deseo general de gobernabilidad y la necesidad de pactar por encima de sus intereses personales y partidistas.

Mientras tanto, Sánchez e Iglesias miden qué les interesa más a ellos, no al conjunto del Estado español, que necesita un Gobierno que tramite leyes urgentes y afronte retos colectivos sin demora. Pero nada de esto importa si con ello se puede ser ministro o gobernar en solitario. Y si no, pues a otras elecciones, que les encanta gastar el dinero y el tiempo de todos en multitud de comicios. Por si fuera poco, Iglesias, como hace siempre que se encuentra ante un problema personal vinculado a la política, en una cicatera simulación de democracia directa, somete a consulta de sus bases la oportunidad de pacto de gobierno con dos preguntas extremadamente tendenciosas, que dejan en pañales el conocido «OTAN, de entrada no» de Felipe González. Es un insulto a la inteligencia de miles de votantes de izquierda que deberían sentirse engañados por este líder personalista y totalitario. Y Sánchez, iluminado por el Ángel de la Guarda que parece que le protege desde hace un tiempo, anda tensando la cuerda quizás ya demasiado. A los dos se les va a pasar factura si vamos a otras elecciones.

Por el otro lado, Ciudadanos juega a pactar con Vox sin que se note que pacta con Vox, y algo parecido le sucede al PP. Vox, por supuesto, convertido en el patito feo necesario, no va a regalar precisamente sus votos de investidura. Y así seguimos, en la ingobernable España. El ombliguismo partidista, la escasa talla humana, y la imposibilidad de llegar a pactos de interés mayoritario, señalan con claridad el declive de la política, en unos tiempos en lo que el deseo de poder -de un poder, por cierto, muy limitado por el capital y el mercado-, eclipsa cualquier apuesta por los intereses generales de la ciudadanía.